“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

8/9/17

Dos periodistas contra el poder — El caso Watergate, más actual que nunca

Carlos García Santa Cecilia

La reciente reedición de Todos los hombres del presidente, de Bob Woodward y Carl Bernstein (los libros del lince, 2017), un clásico del periodismo, con un epílogo escrito por los autores en 2012, cobra, como reza un paratexto editorial, “una imprevista actualidad cuando la Casa Blanca está ocupada por otro (y no menos peligroso) aprendiz de brujo”. La investigación llevada a cabo por los dos periodistas de The Washington Post, que logró desvelar los manejos de un poder que se creía impune, comenzó con una llamada intempestiva.

“Día 17 de junio de 1972, sábado por la mañana. Hora: las nueve. Demasiado temprano para telefonear. Woodward tentó la mesilla hasta alcanzar el auricular y terminó de despertarse. El redactor jefe de la sección Local de The Washington Post [Barry Sussman] estaba al otro lado de la línea. Cinco hombres habían sido detenidos esa madrugada en el cuartel general del Partido Demócrata llevando consigo un equipo fotográfico y una serie de instrumentos electrónicos. ¿Podía ir a la redacción para hacerse cargo del asunto?”.

El periodista Bob Woodward llevaba solo nueve meses en The Washington Post. Esperaba una oportunidad, pero aquella llamada intempestiva del redactor jefe no podía depararle más que otro trabajo como los que había hecho últimamente: locales que no reunían las condiciones sanitarias, insignificantes casos de corrupción policial… Acababa de terminar una serie de reportajes sobre el intento de asesinato del gobernador de Alabama, George Wallance, y había alimentado la esperanza de que no volvería a los temas locales. Tuvo que frotarse los ojos antes de levantarse.
Woodward recorrió a pie las seis manzanas que le separaban del enorme edificio del Post, entró en la redacción y dio los buenos días. El redactor jefe no le contestó. Su semblante delataba preocupación. El asalto se había producido en el complejo de apartamentos y oficinas del hotel Watergate, a orillas del río Potomac. Un lugar inusual para los demócratas. En el Post, todos sabían que era el centro preferido por la administración republicana del entonces presidente Richard Nixon.

Dos años antes, el moderno y exclusivo complejo de edificios del Watergate había sido el objetivo de una manifestación contra Nixon que reunió a más de mil personas. La policía disolvió sin contemplaciones la protesta. Uno de los que dio con sus huesos en el suelo fue el reportero del Post Carl Bernstein. El policía que le tumbó de un golpe no había visto –o no había querido ver– la acreditación de periodista que llevaba al cuello. Cuando Woodward comenzó a recabar información sobre el asalto se dio cuenta de que Bernstein llamaba a las mismas personas que él. Sus mesas estaban separadas por una columna y sus miradas se cruzaron un instante.

Carl Bernstein era un periodista que se había hecho desde abajo. Creció a la sombra del Capitolio, junto a los monumentos de Lincoln y Jefferson. A los 16 años entró como botones en The Washington Star y a los 19 ya era redactor de plantilla. Cuando en 1964 el Star se opuso a hacerle reportero porque no había completado sus estudios, Bernstein dejó Washington y se trasladó a Nueva Jersey, al Elizabeth Journal, donde enseguida se hizo un hueco y donde sus compañeros le apodaron el carroñero. Dos años después ingresó en el Post. Trabajó como reportero judicial y redactor municipal, aunque lo que de verdad le gustaba era escribir artículos polémicos sobre “gente de la calle”. Su gran afición era la música rock. Woodward pensaba de él que era un grasiento melenudo y fumador empedernido al que precedía una terrible fama de meterse en los asuntos de los demás.

En el lado opuesto, Bob Woodward había nacido en el seno de una familia de clase media-alta. Hijo de un juez, se graduó en Yale e ingresó en el Cuerpo de Oficiales de la Marina. En 1970 decidió abandonar el ejército y hacerse periodista. Trabajó en un diario de Maryland algún tiempo, hasta su incorporación al Post. Aficionado a la música clásica, estaba considerado como un gran jugador de tenis. Bernstein le miraba y pensaba que estaba allí por sus influencias mucho más que por su trabajo y por su talento. Además, se rumoreaba en la redacción que tenía serios problemas a la hora de escribir porque el inglés no era su lengua materna.

Woodward tenía 29 años y estaba separado; Bernstein, 28, y estaba divorciado. Nunca habían trabajado juntos, apenas se conocían y se miraron con mutua desconfianza, según recrearon ellos mismos en Todos los hombres del presidente, el libro en el que recogieron el proceso de investigación del caso Watergate. Sin embargo, unas horas después del intercambio de miradas, los periodistas confrontaban juntos las primeras informaciones.

Los cinco hombres habían sido detenidos a las 2:30 de la madrugada, eran de origen cubano e iban vestidos con trajes oscuros y guantes de cirujano. Les sorprendieron en el interior del cuartel general de los demócratas, que había sido instalado en el complejo Watergate a pesar de la tradición republicana del edificio. La policía les intervino un walkie-talkie, cuarenta rollos de película virgen, dos cámaras de 35 milímetros, ganzúas, pequeñas pistolas de gas lacrimógeno del tamaño de una estilográfica y micrófonos y aparatos de escucha para captar conversaciones telefónicas. Cada uno de los detenidos llevaba unos centenares de dólares en el bolsillo –ninguno llegaba a mil–, pero lo curioso es que la mayor parte del dinero, en billetes de cien dólares, tenía la numeración correlativa.

Este último detalle, de esencial interés para la investigación posterior, lo obtuvieron de Alfred E. Lewis, un veterano colaborador del Post a medio camino entre la policía y el periodismo. Lewis nunca había escrito una línea ni solía ir por el periódico. Era lo que se denomina un informador. Conocía como nadie el funcionamiento de la policía y su misión consistía en llamar por teléfono dando detalles de las operaciones a cambio de algunos dólares.

Woodward se enteró por Lewis de que los cinco detenidos iban a comparecer aquella misma tarde ante el juez, en una audiencia preliminar, y decidió acudir. A las 15:30, los detenidos se presentaron ante el tribunal, que les preguntó su profesión. “Anticomunista”, dijo uno de ellos, y los demás asintieron. El juez, acostumbrado a todo tipo de respuestas destempladas, pidió a uno de los acusados que se pusiera en pie. Era bastante calvo, de nariz prominente y mandíbula cuadrada. Dijo que se llamaba James W. McCord. El juez volvió a preguntarle cuál era su ocupación. “Consejero de seguridad”, respondió. “¿Para quién trabaja?”, insistió el magistrado. “Para la CIA”, repuso McCord.

“Mierda”, dijo para sus adentros Woodward [según recoge en Todos los hombres del presidente], y corrió a la redacción.

A las 18:30 horas se reúnen los responsables de las distintas áreas de The Washington Post para decidir las informaciones de la primera página. Es una reunión que se repite en todos los periódicos del mundo. Y, como ocurre en todos los periódicos del mundo, los jefes de las secciones de Local y Nacional discuten con frecuencia. Aquella tarde la polémica giraba en torno a quién debía seguir la información del asalto. El asunto había salpicado a la CIA y era de trascendencia nacional, pero Barry Sussman, el redactor jefe de Local, adujo que sus muchachos habían dado con la conexión y llevaban todo el día trabajando. El director adjunto, Howard Simons, que calificó la historia de “excepcional” –“aunque posiblemente se trate”, añadió, “de un grupo de cubanos chiflados”–, dio la razón a Sussman y ordenó que la noticia se insertara en la primera página.

“Cinco hombres, uno de los cuales afirma ser exmiembro de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) fueron detenidos ayer a las dos y media de la madrugada cuando intentaban llevar a cabo lo que las autoridades han descrito como un plan bien elaborado para colocar aparatos de escucha en las oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata en esta ciudad”.

Era año de elecciones en Estados Unidos y los dos principales partidos ultimaban los detalles de sus campañas. Richard Nixon se presentaba a la reelección y encabezaba todas las encuestas, que le colocaban por delante de los candidatos demócratas por no menos de 19 puntos. George McGovern se perfilaba como favorito de los demócratas ante las elecciones primarias, comienzo del complejo sistema electoral norteamericano. La información del Post, firmada por Bob Woodward –la primera sobre el caso Watergate– terminaba así:

“No hay explicación inmediata de por qué los cinco sospechosos querían someter a espionaje y escucha a las oficinas del Comité Nacional Demócrata, y tampoco se sabe si estaban trabajando para otras personas privadas u organizaciones”.

Sussman pidió a Bernstein y a Woodward que volvieran a la mañana siguiente. Había que responder a esa pregunta. Al llegar, los reporteros se encontraron con el primer pisotón del caso Watergate. Bernstein había pasado la tarde anterior investigando a los acusados sin encontrar nada interesante. La agencia Associated Press, sin embargo, informaba que McCord, el cubano que dijo que trabajaba para la CIA, era el coordinador de seguridad del Comité para la Reelección del Presidente (CRP). Puestos al habla con el CRP, John Mitchell, director de la campaña de Nixon, admitió a Bernstein que McCord había trabajado para el comité meses atrás “ayudando en la instalación del sistema de seguridad”, pero ya no tenía nada que ver con los republicanos, que ni aprobaban ni permitirían algo semejante.

Los periodistas siguieron la huella de McCord. Tras un largo rastreo de las guías de teléfono dieron con la oficina donde había estado –o estaba– ubicada la empresa de seguridad del cubano. No obtuvieron demasiada información, pero lograron reconstruir la vida y la personalidad de McCord y llegaron a la conclusión de que no era un hombre capaz de cometer una acción de ese tipo por su cuenta. Vecinos y familiares insistían en que McCord trabajaba en exclusiva para el Comité para la Reelección del Presidente.

Los dos días siguientes la investigación no avanzaba y el caso parecía morir. Por fin, otro de los informadores habituales de la sección de Local cercanos a la policía facilitó un dato de gran interés. En las agendas de dos de los detenidos aparecía el teléfono de un tal Howard E. Hunt junto a la anotación: “W. House” y “W. H.”. Woodward llamó al teléfono de las agendas, pero no obtuvo respuesta. Seguidamente marcó el número de la centralita de la Casa Blanca. “¿El señor Howard Hunt?”, preguntó. “Un momento”, le respondieron. Al cabo del rato, la telefonista volvió a la línea: “No está, pero hay otro lugar donde puede estar. En la oficina del señor Colson. Le paso”. En la oficina del señor Colson le dijeron que tampoco estaba allí.

Woodward se levantó de su mesa y le preguntó a uno de los veteranos de la sección de Nacional quién era Colson. “¿Que quién es Colson?”, rio el compañero, “un consejero especial del presidente, el hombre duro de Richard Nixon”. Woodward confirmó que Hunt trabajaba para Colson y para la Casa Blanca y escribió una información que también saltó a la primera página: “Consejero de la Casa Blanca, relacionado con los sospechosos de espionaje telefónico”.

Los candidatos demócratas redoblaron sus ataques a la administración Nixon tras aquella revelación: “¿Cuántos intentos de este tipo pueden haberse dado?”, “¿Quién está complicado en ellos?”. El jueves 22 de junio, los hombres del presidente hicieron su primera declaración sobre el caso Watergate: “La Casa Blanca no tiene la menor relación con ese particular incidente”. Los reporteros del Post y de otros periódicos seguían, sin embargo, publicando datos –viajes, pagos, llamadas– que involucraban cada vez más a los asaltantes con Hunt y a Hunt con la Casa Blanca, hasta que la conexión llegó a ser innegable. El 1 de julio, John Mitchell, director de la campaña del presidente, dimitió aduciendo que se retiraba por la insistencia de su mujer. Nadie le creyó.

El redactor jefe Barry Sussman había pedido a Bernstein que dejase el caso Watergate y volviese a su trabajo habitual. Se acercaban las elecciones y no podía permitirse descuidar ningún flanco informativo. Bernstein montó en cólera, dijo que el Post le debía cuatro meses de vacaciones y escribió un informe en el que contaba lo que sabía y apuntaba las líneas de investigación. Sussman terminó por ceder.

Bernstein y Woodward descubrieron que Hunt había estado investigando, mientras trabajaba para la Casa Blanca, la vida del senador Ted Kennedy y el accidente que sufrió en Chappaquiddick junto a su secretaria, que le apartó definitivamente de la carrera hacia la presidencia. También confirmaron que Hunt era autor de varias novelas de espionaje, con argumentos trepidantes. Con este material escribieron el siguiente reportaje.

Benjamín C. Bradlee, director de The Washington Post, salió de su despacho acristalado, al otro lado de la redacción, y se sentó junto a Bernstein. Era la primera vez que el director se dirigía a ellos desde que había comenzado el asunto del Watergate. Ben Bradlee, de 50 años de edad, era un hombre de expresión sobria que había sido muy amigo del presidente John F. Kennedy. The Wall Street Journal había comparado su aspecto al de un ladrón internacional de joyas. Se dirigió a los periodistas: “No habéis conseguido nada. Una bibliotecaria dice que Hunt estaba leyendo un libro. Eso es todo. La próxima vez, conseguid información más consistente”, y volvió a su despacho sin oír la réplica.

El caso Watergate estaba de nuevo en un callejón sin salida. Además, funcionarios de la Casa Blanca y miembros del Comité para la Reelección lograron desviar la atención de los periodistas en una dirección falsa: una compleja trama de cubanos anticastristas que intentaban probar mediante el asalto que los demócratas recibían ayuda económica de Cuba. Era también un contraataque electoral. Bernstein protestó, pero fue enviado de nuevo a su destino habitual; Woodward se tomó unos días de vacaciones.

Era difícil retomar el hilo. En esta ocasión, fue The New York Times quien publicó que desde el teléfono de otro de los cubanos detenidos se habían hecho por lo menos quince llamadas al Comité para la Reelección del Presidente. El diario neoyorquino descubrió varios aspectos esenciales del caso Watergate a lo largo de toda la investigación. Uno de los reporteros que se ocuparon del asunto fue Seymour Hersh, el periodista que desveló la matanza de My Lai en Vietnam. Hersh publicó meses después que los cubanos seguían cobrando de personas desconocidas tras su detención. Su obsesión durante el largo proceso fue involucrar a Henry Kissinger, secretario de Estado. En un encuentro que tuvo con Woodward y Bernstein para intercambiar información, le calificó de “criminal de guerra”. Logró probar que Kissinger hizo vigilar a varios colaboradores de Nixon dentro de la Casa Blanca, pero el escándalo Watergate apenas salpicó al veterano estadista y Hersh se reafirmó en su idea de que todo era una mentira tras otra.

Bernstein viajó a Miami y obtuvo en la oficina del fiscal una información que volvía abrir el caso para el Post: el dinero con el que presuntamente se había pagado a los asaltantes, que tenía la numeración correlativa, procedía de las donaciones para la campaña electoral de Nixon. Varios miembros de la Administración podían estar involucrados –tesoreros, encargados de finanzas– y Woodward averiguó por un testimonio confidencial que cientos de miles de dólares procedentes de donaciones no habían sido debidamente registrados.

Este reportaje, publicado el 1 de agosto, fue el primero del caso que firmaron juntos los dos periodistas. Hasta entonces, su relación había sido sobre todo competitiva. Pero Sussman, que fue apartado de sus responsabilidades en la sección de Local para coordinar la información sobre el caso, logró el milagro de unir definitivamente a dos profesionales tan distintos. En la redacción, solían llamarles desde entonces Woodstein. La figura de Barry Sussman resultó clave no sólo para la fructífera unión de dos estilos de periodismo sino para toda la investigación. Algo metido en carnes, a sus 38 años Sussman tenía dos pasiones confesables: las encuestas y la historia. Su cabeza era el verdadero archivo de datos del Watergate: “¿Qué ha sido de la secretaria de Mitchell?”, “¿Cuándo llegó Hunt a la Casa Blanca?”, ¿Dónde estaba el despacho de Colson?”. Tras una larga bocanada de su pipa, era capaz de unir varios datos para apoyar lo que no habría sido más que una débil revelación. Sussman había comenzado como redactor en un pequeño periódico de provincias de Virginia. Fue profesor de lectura rápida en Nueva York y redactor de sociedad del Post. Después de estudiar otros escándalos similares, Sussman sostenía que el Watergate no podía separarse de la necesidad ética posterior a la guerra del Vietnam y de la personalidad de Nixon.

El 22 de agosto se publicó el trabajo de veinte días de investigaciones y comprobaciones del Post: El Comité para la Reelección del Presidente había administrado indebidamente más de 500.000 dólares de los fondos recogidos para la campaña. De ellos, cerca de 100.000 fueran destinados a “fondos de seguridad”. El valor de la información, más que en la importancia de la cantidad desviada, radicaba en que por primera vez se confirmaba la existencia de unos “fondos de seguridad”. Ese mismo día, Richard Nixon fue designado como candidato republicano para un segundo mandato a la presidencia de Estados Unidos.

Los hombres del presidente hicieron recaer las culpas de la desviación de fondos en Gordon Liddy, consejero de finanzas del Comité para la Reelección. El presidente Nixon convocó una rueda de prensa el 29 de agosto en la que afirmó que la ley que regulaba la financiación de las campañas era nueva y, por tanto, “se daban violaciones técnicas por ambas partes”. Después, hizo la siguiente declaración:

“Puedo decir categóricamente que nuestras investigaciones indican que nadie en la Casa Blanca, nadie actualmente empleado en la Administración, está mezclado en este grotesco incidente. Lo que realmente duele en asuntos de este tipo no es el hecho de que ocurran, porque en el trascurso de las campañas siempre hay gente excesivamente celosa que hace cosas que están mal; lo que realmente hiere es que alguien trate de encubrirlas”.

Los republicanos ya tenían a sus acusados camino del banquillo: los cinco cubanos, Howard Hunt y Gordon Liddy. El caso había quedada resuelto. Woodward y Bernstein, por su parte, no tenían más que una lista de varios centenares de nombres –policías, contactos en la Casa Blanca y, sobre todo, miembros del Comité para la Reelección– a los que llamaban sistemáticamente todas las semanas. Los pocos con los que lograban hablar confirmaban que se estaban encubriendo actividades del Comité y que el FBI investigaba, pero no había forma de llegar a alguna fuente que facilitara datos concretos.

Decidieron concentrar sus actividades en los miembros del Comité para la Reelección. Como no había forma de hablar con ellos por teléfono, les visitaban en sus casas por las tardes al terminar la jornada laboral. Enseguida comprobaron que el miedo a perder el empleo y las amenazas paralizaban a todos sus posibles informadores. Una chica que tomó un café con Woodward fue inmediatamente reprendida. Un miembro del comité les cerró la puerta, pero antes les dijo que un responsable del gabinete de prensa se había presentado esa misma mañana en su departamento diciendo: “Me gustaría saber quién en este comité tiene relación con Woodward y Bernstein”. El 15 de septiembre se presentó la acusación contra los cinco fontaneros –llamados así porque algunos de ellos habían pertenecido al extraño club de los plumbers–, y contra Hunt y Liddy. El caso parecía resuelto y no había manera de avanzar. Woodward tuvo que recurrir a su último recurso, un mito ya en la historia del periodismo: Garganta Profunda.

El director adjunto del Post Howard Simans le bautizó así porque, según contaba Woodward, tenía una voz ronca y grave y porque las citas se realizaban en diferentes aparcamientos subterráneos de la ciudad. Pero, en realidad, Garganta Profunda es el título de una de las películas pornográficas más famosas de la historia. Para Woodward fue la pieza fundamental del Watergate. Las reglas del juego entre ellos habían sido establecidas de antemano: no facilitaría nunca información directa, ni podría ser jamás citado; solo confirmaría, añadiría alguna nueva perspectiva y orientaría la investigación. Woodward podía recurrir a él mediante una contraseña –cambiar de lugar una maceta de su balcón– pero no podía siquiera llamarle por teléfono. Solían verse alrededor de las dos de la madrugada.

Garganta Profunda fue quien confirmó, pocos días después del asalto, que Hunt estaba involucrado. Durante todo el proceso advirtió a Woodward de la importancia del caso y le recomendó que fuera con pies de plomo. Tenía acceso privilegiado al Comité para la Reelección, a la Casa Blanca y al FBI. Desde entonces, en periodismo, se denomina Garganta Profunda a cualquier informador que confirma datos y orienta al reportero sin que jamás se conozca ni se sospeche su identidad.

Durante muchos años se mantuvo en secreto su identidad. El hombre tal vez más cercano al presidente Nixon en aquellos días, el consejero John Dean, publicó en 1982 un libro, El honor perdido, en el que revelaba que Garganta Profunda era Alexander Haig, entonces principal adjunto del secretario de Estado, Henry Kissinger, y después del Watergate su sucesor en el mismo puesto. Según Dean, era el único colaborador de Nixon que podía estar al tanto de ciertas informaciones como, por ejemplo, la desaparición de algunas cintas magnetofónicas en las que se recogían conversaciones grabadas en el despacho del presidente. Haig negó inmediatamente esta imputación calificándola de “absurda” y añadió que se debía, probablemente, “a motivaciones comerciales”.

Durante muchos años su identidad se mantuvo en secreto lo que, para algunos analistas, erosionaba la investigación al desconocerse los móviles del informador. Más de tres décadas después, en 2005, W. Mark Felt, director adjunto del FBI, reconoció en una entrevista a Vanity Fair que era el misterioso personaje: a los 91 años y animado al parecer por su familia, que no quería dejar escapar un lucrativo best seller. Woodward, que se había comprometido a no hacer público su nombre hasta su muerte –Felt murió tres años después–, se vio liberado del compromiso y publicó poco después El hombre secreto. La verdadera historia de ‘Garganta Profunda’. Tanto como su conciencia cívica, pudo pesar en la actuación de Felt su frustración por no haber sido elegido sucesor de J. Edgar Hoover al frente del FBI. En el periodismo de investigación, tan importantes como los hechos son las motivaciones de las fuentes.

Sea como fuere, aquella noche del otoño de 1972, cuando todas las vías de investigación parecían cerradas, el periodista se alegró de estrechar la mano de su informador. Parecía más hablador que de costumbre. “Hay un medio para desatar el nudo del Watergate”, dijo al reportero. “Yo no puedo ni quiero darte nuevos nombres, pero el FBI ha hecho más de 1.500 entrevistas. En el entorno de Nixon ha cundido el pánico, saben que el asunto se les ha ido de las manos. Hay altas personalidades complicadas en el caso Watergate y en otros similares. Ten en cuenta que no es un caso aislado, a los fontaneros no se les contrató solo para lo del Watergate. Son muchos años de actividades, mucho dinero y mucha gente involucrada. No investiguéis solo en el asalto”.

Durante tres horas –hasta las seis de la mañana– Garganta Profunda insistió en que la corrupción y el todo vale se habían apoderado de los hombres del presidente. “Debéis tener mucho cuidado, el FBI y los tribunales han decidido restringir su trabajo al Watergate, pero las irregularidades salpican a todos, sin excepción”.

Dos semanas más tarde, los reporteros –inmersos ya en un mar de nombres y conexiones– entregaban un nuevo reportaje a los directivos del Post. Benjamin Bradlee, el director, salió de su despacho, pero esta vez con otra expresión: “Muchachos, habéis hecho un buen trabajo”. Se publicó el 10 de octubre de 1972 y es una de las mejores piezas del Watergate:

“Agentes del FBI han establecido que el incidente de la escucha clandestina forma parte de una campaña masiva de espionaje y sabotaje político llevada a cabo en nombre del Comité para la Reelección del Presidente Nixon y dirigida por funcionarios de la Casa Blanca y del propio comité.

Estas actividades, de acuerdo con afirmaciones obtenidas en el FBI y en el Departamento de Justicia, estuvieron dirigidas contra los más destacados oponentes demócratas en la elección presidencial y, desde 1971, representó una estrategia básica del esfuerzo en pro de la reelección de Nixon.

Durante la investigación del caso Watergate, agentes federales establecieron que cientos de miles de dólares aportados por los contribuyentes a la campaña de Nixon fueron desviados para pagar una campaña larga y secreta encaminada a desacreditar individualmente a los candidatos demócratas y causar disturbios en sus campañas.

El trabajo del servicio de inteligencia es normal durante una campaña y se dice que fue llevado a cabo por ambos partidos políticos. Pero los investigadores federales afirman que las acciones descubiertas de los hombres de Nixon no tienen precedentes ni en extensión ni en intensidad”.

En los párrafos siguientes se incluían casos concretos de espionaje y sabotaje:

“Seguir a miembros de las familias de los candidatos demócratas, reunir informes sobre sus vidas privadas, falsificar cartas y distribuirlas como firmadas por los candidatos, hacer llegar a la prensa noticias falsas y manipuladas, provocar que las reuniones previstas para determinada hora no pudieran tener lugar a tiempo, apoderarse de archivos confidenciales de la campaña e investigar la vida privada de docenas de personas que trabajaban para los demócratas”.

A cuatro columnas, la información encabezaba la primera página de The Washington Post con el título: “El FBI descubre que ayudantes de Nixon saboteaban a los demócratas”. Habían pasado cuatro meses desde el asalto al cuartel general de los demócratas en Washington y la pregunta sobre las motivaciones y conexiones del suceso que el periódico había planteado el primer día tenía ya respuesta. El Post había ganado la primera batalla, pero comenzaba la guerra. Bradlee llamó a Woodward y a Bernstein a su despacho: “Cuidado con el teléfono”, les dijo; “Vigilad las cuentas con Hacienda y no permitáis que un amigo con droga entre en casa. Ahora empieza la verdadera investigación”.

La batalla del Watergate fue larga y compleja. Semanas después, el presidente Nixon fue reelegido por un amplio margen de votos. Woodward era miembro del partido republicano, pero no votó. Tras las elecciones, los hombres del presidente atacaron a la prensa con una dureza desconocida. En particular al Post. Nixon llegó a decir que iba a emplear los cinco millones de dólares que le habían sobrado de la campaña “para acabar con el Post”. A Bradlee le calificó de líder de “esa estrecha franja de élite arrogante que infecta a los periodistas norteamericanos con sus peculiares puntos de vista del mundo”.

“Si Bradlee sale alguna vez”, dijo otro de los hombres del presidente, “del círculo de los cocktails de Georgetown, donde él y sus camaradas almuerzan mientras tratan de conseguir información de tercera mano y chismes y rumores, tal vez pueda descubrir a la Norteamérica verdadera que hay fuera de aquellos lugares”.

La trama del Watergate incluye cientos de nombres y de conexiones. Woodward y Bernstein tardaron meses en confirmar las actividades financiadas con los fondos reservados del Comité para la Reelección. En realidad, ellos y otros periodistas siguieron la investigación que ni el FBI ni el Departamento de Justicia culminaron. Cada nuevo reportaje descubría una nueva implicación de consejeros o ayudantes cada vez más cercanos al presidente. “La alfombra”, dijo un periodista, “se levantaba un poco más cada día y aparecía más y más basura acumulada desde los primeros tiempos de la guerra del Vietnam”. Guerra, por cierto, que terminó aquellos días con una precipitada retirada que se intentó utilizar para relanzar la imagen de Nixon.

Las actuaciones más o menos veladas contra el Washington Post fueron de todo tipo. Las acciones del periódico bajaron en la Bolsa un 50% y el organismo estatal que controla las comunicaciones puso reparos a las dos emisoras de televisión que el periódico tenía en Florida. “El Post”, dijo un funcionario a Bernstein, “llegará a desear no haber oído jamás hablar del Watergate”.

En enero de 1973 comenzó el juicio contra los siete implicados en el asalto. El Post pudo averiguar que se habían ejercido fuertes presiones para que se declararan culpables a cambio de una considerable suma de dinero y de la promesa de una liberación a corto plazo. No se probó nada, pero tampoco se convenció a nadie. El propio juez declaró que pensaba que en el juicio no se había esclarecido “toda la verdad”.

En el mes de febrero, el Congreso inició una investigación por su cuenta. El 23 de marzo, la confesión de McCord –el asaltante del Watergate que declaró que trabajaba para la CIA–, en la que confirmó las presiones para mantener silencio, resultó determinante. Se llegó a establecer, incluso, que los fondos secretos se habían mantenido después del asalto al Watergate.

El 30 de abril, el presidente Nixon se vio obligado a hacer la primera declaración importante sobre el caso y se dirigió al país por televisión. Aceptó la “responsabilidad oficial” por el Watergate, pero negó que supiera de antemano las actividades que se cometían. También negó que hubiera tratado de encubrir a “delincuentes” y dijo que había mandado realizar “nuevas investigaciones” y que prescindiría de “toda persona del Gobierno que fuera acusada”. Con un busto de Lincoln de fondo y un retrato de su familia sobre la mesa, concluyó ante las cámaras: “Ha habido un esfuerzo para ocultar los hechos tanto a ustedes como a mí”.

Nixon aceptó inmediatamente la dimisión de cuatro de sus principales consejeros. Un año más tarde se condenó a uno de ellos, Richard Kleindienst, a un mes de cárcel y una multa de cien dólares. Fue la primera vez en la historia de Estados Unidos que se condenó a un secretario de Justicia por un delito criminal. El 22 de mayo, el presidente hizo una nueva declaración. Reconoció por primera vez que la Casa Blanca estaba envuelta en las operaciones de los fontaneros y que algunos individuos “altamente motivados” pudieron intervenir en actividades “que yo habría desaprobado si se hubiese llamado mi atención sobre ellas”, y admitió que “aparentemente hubo amplios esfuerzos para limitar la investigación y para ocultar la posible complicidad de miembros de la Administración y del Comité para la Reelección”. Pero negó que estuviese enterado de esas actividades, salvo de ciertos asuntos referentes a la “seguridad nacional” que trató de separar del Watergate.

Esa misma semana habían comenzado a comparecer todos los acusados ante un comité especial del Senado con las cámaras de televisión retransmitiendo en directo. En estas sesiones, que lanzaron a la fama a su presidente, el viejo senador Sam Ervin, hubo unas cuantas “sorpresas” que hicieron que el caso Watergate y sus derivaciones pasaran del terreno de la conjetura al de la certeza, del delito electoral al “escándalo del siglo”.

El último eslabón de la cadena llegó de forma casi casual. El comité que investigaba las derivaciones del caso Watergate interrogó el 13 de julio a Alexander Butterfield, que había sido segundo asistente en la Casa Blanca. Le preguntaron sobre los hábitos de Nixon durante las conversaciones con sus subordinados. “Habitualmente no tomaba notas”, declaró Butterfield. A uno de los investigadores aquello le pareció raro, ya que Nixon parecía recordar siempre muy bien sus propias palabras. Entonces, se le ocurrió preguntar: “¿Acaso se grababan las conversaciones del despacho oval?”. Butterfield asintió y añadió que había deseado con toda su alma que no le hicieran nunca esa pregunta porque el presidente no deseaba que se revelase.

En 1970, Nixon había ordenado a su Servicio Secreto que “con fines históricos” instalaran micrófonos y grabaran las conversaciones por teléfono en seis lugares de la Casa Blanca y que recogiesen cuanto se hablase en el despacho oval y en el salón del gabinete. Los micrófonos estaban unidos por cable a magnetófonos instalados en los sótanos de la Casa Blanca. En la investigación, había varios testimonios que habían involucrado al presidente. Era su palabra contra la de Nixon. Ahora, de pronto, podía averiguarse la verdad con solo escuchar el magnetófono.

El comité investigador pidió al presidente que entregara las grabaciones en las que se hablara del Watergate. Durante una semana, la Casa Blanca permaneció en silencio. El 23 de julio, poco más de un año después del asalto de los fontaneros, llegó la respuesta: el presidente no entregaba las cintas.

Esta decisión le costó el puesto. Meses más tarde, y después de despedir al fiscal especial del caso –su segundo gran error–, se vio obligado a entregar parte de las cintas. En ellas se demostraba al menos la complicidad del presidente. El contenido de otra cinta dada a conocer con posterioridad –y denominada “pistola humeante”– demostró que Nixon encubrió el asalto al Watergate. Diez meses después, y ante la inminencia de su procesamiento parlamentario –impeachment–, Richard Nixon dimitió. El 8 de agosto de 1974, a las nueve de la noche, anunció ante las cámaras su decisión.

A la mañana siguiente se despidió de sus últimos colaboradores en la Casa Blanca y del nuevo presidente, Gerald Ford, que se convirtió en el jefe de Estado más poderoso de la Tierra gracias a una auténtica carambola, ya que el vicepresidente Spiro Agnew se había visto también obligado a dimitir ante la amenaza de dar con sus huesos en la cárcel por un delito fiscal. El cielo claro de Washington se tragó a primera hora de la mañana al helicóptero que transportaba al primer presidente dimisionario de la historia de Estados Unidos.

Richard Nixon se retiró de la vida pública enfermo y, según algunos, pensando seriamente en el suicidio. Diez años después, sin embargo, había sido capaz de lograr que su imagen quedara parcialmente rehabilitada. Amasó una fortuna de varios millones de dólares y logró una gran influencia en la Administración del siguiente presidente republicano, Ronald Reagan, que accedió a la Casa Blanca en 1980. Durante la reelección de Reagan, en 1984, se especuló con la posibilidad de que Nixon pudiera hacer su primera aparición pública desde el Watergate durante la convención republicana, pero finalmente se desechó la idea. Estuvo protegido por el Servicio Secreto hasta su fallecimiento en 1994, a los 81 años de edad.

Woodward y Bernstein escribieron un segundo libro sobre el final político de Nixon, Los últimos días, y recibieron el Premio Pulitzer en 1973. En 1976 Alan J. Pakula rodó una película de gran éxito, Todos los hombres del presidente, con Robert Redford –promotor del proyecto– en el papel de Woodward, y Dustin Hoffman como Bernstein. El Watergate les encumbró y se convirtieron en la pareja de periodistas más famosa de la historia. Pero pronto se separaron y sobrellevaron la fama de forma diferente. Woodward sigue en el Post, aunque apenas va por el periódico. Trabaja desde la última planta de su casa del elegante barrio de Georgetown –donde tiene instalados sus ordenadores y sus archivos– en libros de investigación. Posiblemente no llegue nunca a director del Post, puesto al que parecía predestinado. El periódico se vio obligado a admitir la falsedad de una información publicada por una redactora de la sección Local cuando la dirigía Woodward. La conmovedora historia de un niño heroinómano de ocho años, a la que se concedió el Pulitzer, era una total invención. Sin embargo, Ben Bradlee, antes de jubilarse en 1991, dijo que, fuera o no su sucesor, Woodward era “el mejor periodista” que había conocido.

Bernstein abandonó el Post en 1976 y fichó por la cadena de televisión ABC. Inquieto, mujeriego y pendenciero, su imagen se fue deteriorando con los años. A pesar de los millones de dólares que le reportó el Watergate, Bernstein ha rondado la ruina. Su trabajo en la televisión fue degenerando en una especie de crónica social en primera persona. Su matrimonio con la escritora Nora Ephron le deparó su segunda aparición en el cine.

Nora, que describió a Bernstein como “un hombre capaz de hacer el amor con una persiana”, escribió el best seller Se acabó el pastel, un relato apenas disimulado de la disolución de su matrimonio, que fue llevado al cine protagonizado por Jack Nicholson y Merly Streep. La novela y la película satirizan la superficialidad y las infidelidades de los denominados matrimonios de puente aéreo. Bradlee dijo que el caso de Bernstein era “una tragedia griega que pasa ante mí y ante la que nada puedo hacer”. “Pero si Carl volviera al Post”, añadió, “le volvería a dar trabajo”.

Unos años después del Watergate, Bernstein fue detenido cerca de su casa de Washington por conducir ebrio. No tenía a nadie y llamó a Bob Woodward, que fue a pagar la fianza. Los dos volvieron a sumergirse, después de años separados, en la noche de la capital norteamericana. Un amigo común dijo entonces: “Siguen empeñados en que hay cierta ternura en el periodismo, cuando no la hay. Y menos para dos reporteros a los que se imputa haber derrocado a un presidente”.
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