“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

7/3/16

La tumba de Lenin

A. Dorado    |   Hoy en día, lo que desde algunos sectores se llama, con sorna “izquierda auténtica” (tan auténtica como poco numerosa) critica acremente y sin piedad los titubeos, contradicciones y por qué no decirlo, cierta esquizofrenia en las declaraciones y acciones (a pesar del poco tiempo que llevan) de personas que han decidido formar parte en un proyecto que se pretende, o al menos así lo percibe mucha gente, transformador.  Rápidamente se comparan las prácticas de estos “advenedizos” con las de los políticos profesionales de “toda la vida” y estos críticos son bastante rápidos (y por qué no decirlo, a veces aciertan) a la hora de hallar, no ya paralelismos y semejanzas con la denominada “casta”,  sino prácticas equivalencias, que un lenguaje diferente consigue apenas velar. Los que se han consagrado con buena fe a estos proyectos transformadores (no hablamos de los arribistas o los ansiosos de poder, reputación, sexo, etc., que ven la política como medio para esos fines) se ven en la triste necesidad de “cabalgar contradicciones” y de defender cosas que en otras circunstancias no defenderían con argumentos y piruetas dialécticas más o menos sofisticadas según la capacidad intelectual y la cultura del militante. Aducen que no es lo mismo estar en la oposición que gobernar, que la gente no cambia de un día para otro, que llevan cuatro días, que hay unas estructuras asentadas, un marco legal, que hace falta tiempo para adquirir experiencia de gobierno y que, da igual lo que hagas, alguien te criticará. Como dijo el florentino, es imposible contentar a todo el mundo.

Pues bien, ¿realmente son racionalizaciones a posteriori de decisiones de realpolitik interesada del detentador del “carguito” y que se distribuyen a sus ovejunos seguidores, o hay algo de verdad en todas estas excusas-argumentos? Leyendo al gran historiador Arch Getty y su obra “Practicando el Stalinismo” (no traducida que yo sepa al castellano hasta ahora, a pesar de su evidente interés, sentido del humor y lenguaje accesible para tratarse de un historiador académico), mi opinión es que, más allá del cinismo evidente de algunos (por lo demás inevitable por la ley de los grandes números), gran parte de esas supuestas “excusas” no lo son tanto. Cuando alguien quiere cambiar algo, tiene sobre sí el peso de la historia, el peso de las mentalidades, el peso de unas estructuras que, si bien se pueden considerar “opresivas” o “jerárquicas”, el que está en posiciones de gobierno pronto se percata de que son, después de todo, (y esperemos que temporalmente) funcionales. Uno se da cuenta de que un símbolo vale más que cien argumentos, cuando los argumentos resbalan sobre las duras testas. Uno se percata de que cuantas más explicaciones da, peor. Y sobre todo uno se percata de que las cosas no cambian ni en un mes, ni en dos meses, ni siquiera en años. Hace falta una lenta y concienzuda labor y ni siquiera eso te garantiza el éxito.

No se trata de acallar a los críticos. La crítica, por injusta o poco comprensiva que sea, es siempre mejor que la autocomplacencia. Pero señores míos (sí ya sé que podría decir compañeros, camaradas o compas, y añadir una arroba, por aquello del lenguaje inclusiv@), ¿creen que resulta tan fácil, pese a los principios, tomar el cuerpo de Lenin y sencillamente enterrarlo o cremarlo? Yo creo que no, y con este espíritu he traducido este fragmento de la obra citada sobre el debate bolchevique al respeto.

El culto de Lenin y Stalin se enmarcaba en la tradición rusa de contemplar el cuerpo del gobernante como la encarnación directa del Estado. Pero cuando comparamos, observamos diferencias clave. El culto de Lenin comenzó de forma espontánea, en tanto que el de Stalin fue desde el principio en muy mayor medida una herramienta política deliberada de la dirigencia . Ambos cultos, sin embargo, fueron rápidamente aceptados por la población. No eran los únicos cultos en la URSS; el “cultismo” hacia la dirigencia penetraba en todos los niveles de la élite. Nuestra atención por lo tanto se dirigirá no sólo a la fabricación y recepción de los cultos, sino a su papel como herramientas de comunicación entre gobernantes y gobernados, y en particular como simbolizaban una “cultura de paternalismo” en la historia Rusa. Veremos que los cultos a la personalidad no eran sólo un símbolo o reflejo de una comprensión personalista de la política, sino que eran inherentes a ella y un producto necesario de la misma. Este capítulo se pregunta la razón por la que el culto a la dirigencia encontró tan fértil suelo en Rusia. Podríamos comenzar con la noción de preservar de modo permanente el cadáver de Lenin y hacerlo accesible al público. No había precedentes de esto en la mentalidad bolchevique. Y en la medida en que había una tradición en el partido, fue explicada por el viejo bolchevique M. S. Ol’minskii:
“Llevo siendo mucho tiempo partidario del ritual funerario que defiende el partido. Creo que todos los restos de prácticas religiosas (ataúdes, funerales, cremación y todo lo demás) son tonterías. Me resulta más agradable pensar que mi cuerpo se empleará de un modo racional. Se me debería enviar a una fábrica, sin ritual alguno, y en la fábrica la grasa se emplearía en cuestiones técnicas y el resto como fertilizante. Ruego al Comité Central que medite seriamente sobre la cuestión”.
En completo acuerdo con la anterior opinión, otro camarada deseaba que mandaran a su cuerpo a una fábrica de jabón. Por su parte, la tradición ortodoxa rusa rechazaba la cremación y prescribía el enterramiento, pero permitía la exhibición perpetua de reliquias de santos. A pesar de su anticlericalismo, sin embargo, los Bolcheviques sencillamente no podían soportar que la tierra le fuera ligera al gran Lenin.

¿Así que, como llegaron los bolcheviques a la solución final que bien conocemos hoy? La solución final es más deudora de la tradición rusa que de las cenizas, el reciclado de los cadáveres en fábricas de jabón o incluso los monumentos. Aquí el arcaico pasado aparece como un intruso. Las tradiciones ortodoxas rusas (y las paganas más tempranas) veían el cuerpo incorrupto como un signo mágico de santidad. Vladimir Putin ha dicho que embalsamar a Lenin estaba en consonancia con las tradiciones rusas:
“Ve al monasterio de las Cavernas de Kiev, o contempla el Monasterio de Pskov o del Monte Athos. Hay reliquias de santos conservadas allí, y en este sentido los bolcheviques se adaptaron a la tradición”.
Los cuerpos de los santos ortodoxos no se corrompen, y durante siglos la revelación accidental de un cadáver que no se había descompuesto era una razón suficiente para la canonización. En la tradición rusa, por tanto, los restos incorruptos de San Lenin representaban natural e inconscientemente una vinculación con algo trascendental, y también con algo político.


El Mausoleo de Lenin es una extraña combinación de lo antiguo y lo moderno. Por supuesto, las reliquias de un santo y especialmente de un jefe del estado deben ser alojadas propiamente, y los visitantes al mausoleo en los tiempos soviéticos recordarán la atmósfera reverente. No había un espacio más sagrado en la URSS, y recordaba con una fuerza enorme una Iglesia Tradicional Ortodoxa, con una sala prácticamente a oscuras donde no podías adivinar los rincones, y por lo tanto los límites, del espacio sagrado. Como en una catedral, el cuerpo quedaba iluminado por modernas luces que se correspondían con las antiguas velas de un santuario que iluminaban los sagrados iconos.

En los días antiguos, la puerta frontal del mausoleo quedaba un poco entreabierta. El otro tipo ruso de puerta que se deja intencionadamente un poco entreabierta es la puerta sagrada que conduce al iconostasio de la Iglesia en los días santos, una puerta que lleva a un espacio sagrado dónde sólo pueden entrar los sacerdotes. Además, como un niño me dijo “Lenin podría querer salir de ahí”. De hecho, en el mito del “Lenin Listo” (basada en una fábula similar sobre el fallecido Alejandro I) Lenin se levanta periódicamente  y se pasea por la tierra rusa inquiriendo como van las cosas.

Cuando los radicalmente modernos bolcheviques estaban renunciando a la religión y a la creencia espiritual, estaban haciendo una afirmación muy antigua sobre la inmortalidad. Mantener preservados los restos mortales de Lenin y exponerlos al pueblo, de algún modo negaba el tiempo, y por lo tanto la muerte. A todo escolar soviético se le enseñaba el lema: “Lenin vivió, Lenin vive, Lenin vivirá”.

En la muerte, por tanto, Lenin se convirtió en una figura carismática con vinculaciones con lo trascendente y lo inmortal.

Pero para alojar el cadáver, lo moderno se impuso sobre lo tradicional. Aparte de la arquitectura constructivista elegida para albergar al Santo, las modernas necesidades de seguridad se amalgamaban de forma continua con la reverencia y el respeto religioso: como en la Iglesia, uno no podía meterse las manos en el bolsillo. La magia tradicional de la preservación física fue reemplazada por un procedimiento químico inventado en un laboratorio.

Las reliquias incorruptas del santo se alojaron no sólo en la estructura más modernista de su tiempo, sino directamente encima de un laboratorio clandestino de patologías con lo último en equipamiento. ¿Cómo se llegó a esta mezcla semiótica? ¿Eran los bolcheviques conscientes de la disonancia entre lo antiguo y moderno?

Nada resultaría más obvio y más fácil que imaginar que con la muerte de Lenin sus sucesores, con Stalin a la cabeza, se reunieron entre bastidores inmediatamente, y se cayeron pronto en la cuenta de la utilidad de preservar, exhibir y adorar su cuerpo. Un culto de Lenin fabricado de arriba abajo sería un subrogado de religión para los campesinos, completado con las reliquias del santo fundador, para suplir a la Ortodoxia Rusa que pretendían destruir. Potenciaría la legitimidad de los sucesores de Lenin y del Régimen en general remontando el linaje del régimen a su fundador, que se estaba convirtiendo con celeridad e intencionadamente en el mítico progenitor sobre cuya pirámide los acólitos sucesores quedarían en pie para mostrar su abolengo.

Este fue ciertamente el resultado final; Lenin fue convertido en una marca y fue comercializado por el régimen como un símbolo útil. Pero esto no significa que los bolcheviques escogieran libremente entre símbolos antiguos y modernos desde el principio para una finalidad utilitaria. Esto supondría pensar que eran conscientes de la disonancia entre sus objetivos transformadores futuristas y los medios arcaicos que estaban empleando y que les daba lo mismo. Esta idea, que no es poco común en la literatura académica, asume que los bolcheviques tenían un plan.

Esta cuestión, si sabían lo que estaban haciendo cuando empleaban prácticas antiguas al perseguir sus objetivos modernos, es una que volveremos a planearnos a medida que avance nuestro análisis. Y, como con todas las cuestiones sobre las intenciones de figuras históricas, no hay respuestas fáciles o bien definidas. Aquí parece que no había un plan, ni un papel fundamental de Stalin, sino más bien una serie de propuestas contradictorias, ad hoc y polémicas que reflejaban el insumo de la élite y del pueblo. Los sucesores de Lenin titubearon y tropezaron largo tiempo sobre lo que había que hacer con sus restos mortales.

En primer lugar parece que Stalin tuvo poco (si es que tuvo algo que ver) con la decisión de exhibir a Lenin de forma permanente. No se hallaba en la comisión para el funeral de Lenin, presidida por Felix Dzerzhinskii, donde se tomaron esas decisiones, y su socio Kliment Voroshilov, que era miembro de dicha comisión, se oponía vehementemente a la idea. Stalin era un miembro más del Politburó que, como sucedió, aprobó todas las recomendaciones de la comisión, pero que parece no haber tenido un papel activo en la decisión. Según rumores que salieron a la luz décadas después (en los 60), Stalin había sido el inductor de la idea de momificar a Lenin incluso antes de que Lenin muriera, habiendo supuestamente propuesto esto en una reunión informal del Politburó en 1923, con Trotsky oponiéndose de la forma más radical a la idea.

Esta historia es bastante improbable ya de inicio. La idea de que un táctico político tan cuidadoso como Stalin pudiera hablar abiertamente sobre lo que hacer del cuerpo de Lenin cuando aún vivía, y en presencia de su archienemigo Trotsky, roza lo ridículo. Los dirigentes veteranos considerarían imperdonablemente grosero debatir tal cosa mientras vivía su adorado Lenin, y Stalin no le hubiera puesto en bandeja tal paso en falso a Trotsky.

Está claro que en años posteriores el culto a Lenin fue empleado de forma deliberada e instrumental para fines utilitarios por Stalin y otros. Pero cuando Lenin murió, los archivos no son nada claros sobre los orígenes y la supuesta naturaleza planificada del culto.

La idea original era enterrar a Lenin. El 24 de febrero de 1924, el Politburó, decidió enterrarle al lado de Iakov Sverdlov cerca de la muralla del Kremlin. El 26 de enero Bujarin dijo al Congreso de los Soviets que pronto Lenin “sería sepultado”. En el funeral de Lenin el día siguiente, el principal orador G. Evdokimov dijo que “estamos enterrando a Lenin” y al final de la ceremonia las emisoras de radio en todo el país anunciaban que Lenin descendía al sepulcro.

La decisión de conservar y exhibir el cadáver de Lenin se adoptó poco a poco durante una serie de años, y no fue hasta 1929-1930 cuando se decidió que su lugar final de descanso era el mausoleo de piedra. Al principio, el 24 de enero de 1924, Lenin fue situado en el Salón de Columnas del Kremlin para que lo viera el público. El profesor Abrikosov embalsamó el cadáver en la forma corriente para que durara tres días sin descomponerse entre el funeral y en enterramiento. Nadie tenía en mente que fuera expuesto más. Dos días después, la enorme multitud obligó al Politburó a ordenar trasladar la exposición a la Plaza Roja cerca de la muralla del Kremlin. Y se contrató rápidamente al arquitecto A. V. Shchusev para que diseñara y construyera una estructura temporal allí que fue instalada alrededor del 27 de enero. Las multitudes seguían acudiendo, y poco después se encomendó al arquitecto que diseñara una estructura mayor que fue completada unas semanas más tarde. Pero no estaba pensada para durar. Era una estructura de madera a la que se denominó “Mausoleo temporal”.

Entre tanto, en este periodo extendido de visitas, el tiempo “hizo su trabajo” y el cuerpo de Lenin comenzó a corromperse. La Comisión Dzerzhinskii se enfrentó por lo tanto con tomar una decisión más a largo plazo sobre el cadáver. En febrero el miembro de la comisión e ingeniero Leonid Krasin sostuvo que podía conservar el cadáver congelándolo, y el día 7 la comisión le autorizó a comprar maquinaria alemana muy costosa para ese fin. El 14 de marzo, el cuerpo seguía deteriorándose, y aunque Krasin seguía defendiendo la congelación, la comisión convocó a los profesores Zbarskii y Vorovev que presentaron un nuevo procedimiento químico para la preservación a largo plazo. Y no fue hasta el 16 de julio cuando la comisión decidió por fin embalsamar a Lenin y exhibirlo para siempre,  mediante el último procedimiento.

Ya cuando Lenin había estado en el Salón de Columnas, estaban circulando rumores de que la presión popular (y también ciertos bolcheviques) quería que se conservara el cuerpo “durante un tiempo y construir una cripta o bóveda a tal efecto”. Pero cuando la cuestión se presentó en la Comisión Dzerzhinskii, primero se debatió si era apropiado tener o no un ataúd abierto, con mucha acritud, y como dijo más tarde A. Eunukidze a modo de eufemismo “Hubo gran agitación sobre la preservación del cadáver de Vladimir Illich… muchas dudas”

El 23 de enero, los bolcheviques veteranos T. Sapronov y K. V. Voroshilov se ocuparon seriamente de la propuesta de N. I. Muralov de exhibir el cuerpo. Según Voroshilov,  
“no debemos recurrir a la canonización… eso sería como si fuéramos ortodoxos… dejaríamos de ser marxistas leninistas…. si Lenin hubiera podido escuchar el discurso de Muralov, no creo que le hubiera felicitado precisamente. La gente civilizada quemaría el cuerpo y depositaría las cenizas en una urna”.
“De otro modo”, decía Voroshilov, “seríamos unos hipócritas: los campesinos no son tontos y se darían perfecta cuenta de que estaríamos destruyendo a su Dios y suplantándolo con nuestras propias reliquias sagradas”.
En vez de adoptar una decisión firme sobre la preservación del cuerpo de Lenin, los miembros de la Comisión Dzerzhinskii y K. Avanesov evitaron cuidadosamente tomar una posición de principio. Como dijo el primero, “tener principios en esta cuestión es como tener principios a la hora de poner comillas”. ¿Lo habría aprobado Lenin?” Seguramente no, admitía, “pero porque era una persona de excepcional modestia. El ya no estaba aquí, y sólo hay un Lenin que ya no está aquí para decidir lo que hay que hacer“, y la cuestión era lo que había que hacer con su cuerpo. Apartó cuestiones de mayor profundidad ideológica, señalando que todo el mundo quería a Lenin. Se atesoraban sus retratos: todo el mundo quería verle. No se podía negar que era una persona muy especial. “Es tan querido para nosotros que, dejando otras consideraciones a un lado, y podemos conservar el cuerpo y seguir viéndole, por qué no hacerlo? ¿Si la ciencia puede realmente preservar el cuerpo durante un largo tiempo por qué no vamos a hacerlo? Si resulta imposible, no lo haremos“. Para Dzherzhinskii, la pregunta no era ¿por qué?, sino ¿por qué no?

Aunque la facción de Voroshilov no quedó muy satisfecha, el grupo de Dzerzhinskii se impuso e informó de esta recomendación “¿y por qué no?” al Politburó, que la aprobó.

Las declaraciones de Dzerzhinskii evitando un debate de principios nos permite fijar de la forma más aproximada el tiempo y lugar específico en que la decisión de preservar el cadáver de Lenin se adoptó y se justificó. Fue un proceso paulatino. Poco a poco, los bolcheviques adoptaron medios tradicionales si no arcaicos, combinándolos con rasgos y objetivos modernos. ¿Se percataban de la aparente incoherencia? Algunas veces sí. Era casi como si el partido fuera de algún modo esquizofrénico, discutiendo consigo mismo, racionalizando a posteriori, dándose palmaditas y llegando a compromisos.

Y había debate. Las protestas contra estas prácticas arcaicas eran respondidas con argumentos que parecían alambicados.

En respuesta a los que temían un enfoque casi zarista en la personalidad, Dzerzhinskii respondió con esta pirueta “esto no es culto a la personalidad, sino, en cierta medida, un culto a Vladimir Ilich”.

Vorochilov, como hemos visto antes, temía la hipocresía flagrante que el culto a una persona y la preservación de su cuerpo podría implicar. Temía que se crearan reliquias religiosas. Dzerzhinskii le respondió que no podían ser reliquias porque “las reliquias eran materia de magia y milagros y esto era distinto”. ¿Pero lo era?

Cuando Muralov sugirió que, otras cuestiones aparte, conservar el cuerpo y exponerlo sería ventajoso (vygodno) para el régimen, Voroshilov explotó. La idea de Muralov era una “estupidez” (chepuja) e “Indignante” (pozor) Vorochilov había estado en Londres y había visto la tumba de Marx, y se había conmovido “aunque nadie podía ver su cara, ni falta que hacía”.

Cuando alguien sugirió que tal monumento potenciaría el recuerdo y el ejemplo de Lenin, Enukidze replicó de forma aún más artificiosa:
“Está claro que ni nosotros ni nuestros camaradas deseamos convertir los restos mortales de Vladimir Ilich en una reliquia mediante la cual podamos divulgar o mantener su recuerdo. Está claro que la impronta que dejó este gran hombre en el mundo ya es muy grande. Queremos conservar el cuerpo de Lenin, no para popularizar sencillamente su nombre, sino más bien para conferir un gran significado a la conservación del rostro y la imagen (oblik) de este gran líder, en pro de la siguiente generación y de las generaciones venideras y también en pro de esos cientos de miles y tal vez millones de personas que se sentirán felices al poder ver el rostro de esta persona”.
Otros bolcheviques, como Dzerzhinskii, preferían no pensar demasiado en las contradicciones, o más bien pensar que después de todo Lenin iba a ser un caso especial y tampoco había que devanarse tanto los sesos.

Hicieron lo que les parecía instintivamente natural en el momento, “oye, ¿por qué no?” Acabaron creando un espacio religioso, con una reliquia sagrada y una tumba monumental, pero incluso en sus reuniones más privadas se negaban los unos a los otros de la manera más furiosa que estuvieran haciendo eso. Y cuando alguien lo señalaba, la élite seguía negando el aspecto religioso.

De los diez miembros de la comisión, ocho eran aldeanos de nacimiento, como era más de la mitad de los miembros del Comité Central. No hay que ser un lince para imaginar el duro conflicto interno que debieron sufrir entre su recientemente adquirido positivismo y la cultura que habían “mamado”: Cuando algunos de ellos tenían dudas sobre lo que parecía natural, sobre el hecho de contradecir el racionalismo científico que decían defender, hacían lo natural, lo intuitivo, aquello que amalgamaba ciencia y superstición, negándose al mismo tiempo (incluso a ellos mismos) que estuvieran haciendo tal cosa. En algún rincón de su cerebro, Lenin era un santo.

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