“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

23/4/15

Ludwig Wittgenstein en su cabaña | El engaño y el estilo

Alberto Ruiz de Samaniego   |   En 1913, Wittgenstein descubre Skjolden, un pueblo noruego junto al fiordo de Sogne, al norte de Bergen. En ese tiempo, su necesidad de buscar la soledad es muy intensa. Quiere estar lejos de Cambridge o Viena, de las obligaciones sociales y los tributos que la vida académica y burguesa le impone. En Skjolden, por tanto, podría al fin alcanzar a estar a solas consigo mismo, sin sufrir la molestia de las visitas o el contacto con los demás; sin ocuparse de ellos, sin ofenderlos.

En ese retiro podría obtener la anhelada serenidad. Al llegar, por ejemplo, las fechas navideñas de ese año, Wittgenstein escribe en su diario: “Por desgracia, debo ir a Viena. (…) el pensamiento de ir a casa me aterra”. En realidad, él sólo piensa en poder volver cuanto antes a su retiro: “Estar solo aquí me hace un bien infinito, y no creo que pudiera soportar la vida entre las personas”. La semana antes de marcharse anotó: “Mis días aquí transcurren entre la lógica, silbar, pasear y estar deprimido”. La aparición de la lógica no es en absoluto casual: Wittgenstein está convencido, en ese momento, de que la solución de los problemas de lógica está irreductiblemente unida a su propia condición vital.

La claridad que la lógica aporta ha de ser –confía– el cimiento necesario para el fortalecimiento de la vida misma: “Le pido a Dios –escribe en el diario– ser más inteligente y que todo me resulte finalmente claro; ¡si no es así, no tengo necesidad de vivir mucho más tiempo!”.

Podría relacionarse, por tanto, la voluntad de apartamiento de Ludwig Wittgenstein con la negación de toda posibilidad lingüística que el pensador atribuye a algunas actividades o dimensiones de la experiencia, como la ética, o lo sagrado. Al igual que sucede con la forma lógica, que no puede expresarse dentro del lenguaje porque es la propia forma del lenguaje y por tanto se le hace difícil manifestarse en él y tan sólo puede –¿y/o debe?– ser mostrada, del mismo modo las verdades éticas y religiosas, igualmente inexpresables, se manifiestan a sí mismas en la vida. Estamos aquí inmersos plenamente en la conocida dicotomía del Tractatus entre mostrar y decir, una idea que Wittgenstein ha elaborado insistentemente en sus notas sobre lógica meditadas en Skjolden: “Las proposiciones así llamadas lógicas muestran las propiedades lógicas del lenguaje y por tanto del universo, pero no dicen nada”.

Fotografía antigua de la cabaña
de Wittgenstein
De ahí también la ya famosa exigencia de mantener en silencio aquéllos ámbitos para los que no se encuentra expresión precisa y ajustada. Como si sólo este silencio les concediese la apertura necesaria para su radical posibilidad ontológica; al tiempo, por lo demás, que lo extremo de esa posibilidad ontológica fuese su propia apertura. Él mismo lo apuntó en un fragmento de los años 29/30: “Es decir: veo ahora que estas expresiones carentes de sentido no carecían de sentido por no haber hallado aún las expresiones correctas, sino que era su falta de sentido lo que constituía su mismísima esencia”.

Conviene recordar también lo que Wittgenstein escribe en el frente en la Primera Guerra Mundial, justo en el momento en que su cabaña se está erigiendo: “Las cosas tal como son, eso es Dios. Dios es las cosas tal como son”. La cabaña constituye, por tanto, la preparación de un apartamiento decisivo, un retraimiento de todo punto ineludible para que, precisamente la experiencia más intensa y precisa de esa vida, tenga lugar. Como la cabaña, así la figura individual del pensador, él también un apartado: “El filósofo –escribió– no es un ciudadano de ninguna comunidad de ideas. Eso es lo que lo convierte en filósofo”. Esto nos conduce casi inmediatamente a una de las afirmaciones más conocidas del Tractatus: “El sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo”.

En este mismo sentido, la cabaña supone verdaderamente la creación de un espacio liminar. Un lugar donde el vivir esté todavía apareciendo en su raíz. La vida mostrándose, antes de toda definición o determinación que se imponga previamente o con posterioridad. De este modo, el solipsismo “llevado hasta sus últimas consecuencias” (Wittgenstein), coincide con el puro realismo: “El yo del solipsismo se contrae hasta convertirse en un punto inextenso y queda la realidad con él coordinada”. De hecho, lo que se busca en ese dominio donde la vida se despliega en su desnudez más elemental y primitiva es que no haya todavía un acto de lenguaje instituido, separado de la integridad inefable de la experiencia. La cabaña, de esta forma, le permite al sujeto que la habita desligarse de toda tradición o hábito heredado, de toda exigencia determinante y caracterizadora, incluso del mismo acto inter-subjetivo.

Es sabido que la elección del fiordo de Skjolden en Noruega se toma por su ubicación, suficientemente alejada de cualquier comunidad de vecinos como para que el pensador no fuese molestado por nadie, y con el agua del Sogne además de por medio (con los mismos materiales con los que se hicieron los cimientos de la cabaña, á la Loos, Wittgenstein edificó un pequeño embarcadero en la orilla; esto posibilitaba los solitarios paseos en barca que tanto le gustaban). Es sabido, incluso, que a menudo alguien del pueblo, un joven al que años más tarde Wittgenstein regalará la cabaña, dejaba alimentos en el umbral de la morada, sin ver siquiera al pensador.

De este modo, en esa inmanencia muda y edénica, inserta como en la gracia absoluta del vivir animal, parece que la voluntad de Wittgenstein habría de ser la de alcanzar un tipo de experiencia en que no se tenga todavía formada una expresión verbal o mental de las cosas. En su radical des-condicionamiento le sería dado experimentar por fin y en soledad radiante la superación o el paso previo antes de la fractura entre indicación y significación, entre ver y hablar.

Restos de la cabaña de Wittgenstein ✆ Foto: Eduardo Outeiro, 2011

Restos del embarcadero construido por Wittgenstein
en el fiordo de Skjolden ✆ Foto: Eduardo Outeiro, 2011

Fiordo de Skjolden ✆ Foto: Eduardo Outeiro, 2011

Resulta reveladora también, para entender la relación más íntima y profunda de Wittgenstein con la solitaria morada de Skjolden, la consideración que el propio pensador –que había leído, por cierto con admiración, el Walden de Thoreau– hará de la casa que años después (1925-26) construye en Viena para su hermana Gretl. Otra construcción, pero muy distinta desde luego de la rústica vivienda de Noruega. Un proyecto arquitectónico en el que, como es notorio, el autor del Tractatus no dejó ni un solo detalle por pensar y determinar. Casa de pormenor lógico hasta lo histérico que, en sus propias palabras, “es el producto de un oído decididamente sensible y de la buena educación, la expresión de una gran comprensión (de una cultura, etcétera). Pero la vida primordial, la vida salvaje pugnando por salir a la superficie…, eso es lo que falta. De modo que se puede decir que no es saludable”.

En este sustrato de vida primordial Wittgenstein cifraba la esencia de cualquier obra de arte: “Dentro de todo gran arte –anotó– hay un animal SALVAJE: domado”.

En Skjolden, sin embargo, en su lejanía y atavismo esencial de pionero, las correspondencias entre las palabras y las cosas no están todavía resueltas ni definidas o previstas de antemano. No hay nada cultural. La cabaña se convierte en el puro lugar del ver, del contemplar. Y por tanto, de la vida expuesta, mostrada, en lo abierto sin clausura. Allí sucede, en verdad, el tener-lugar, el darse, de la vida misma. Y el milagro de que esa impresión sea total; tan real que, si queremos, la impresión ya es la expresión.

Seguramente Wittgenstein pensó que desde este punto –punto en verdad del límite en relación con el mundo decible– sería posible, sin embargo, alcanzar, como decimos, la serenidad. La serenidad pasiva de quien, liberado tal vez de la necesidad del ser o de la identidad o identificación que todo acto discursivo impone, se limita, justamente, a la contemplación. Porque, en Wittgenstein, da la sensación de que las palabras, a veces, traen una pulsión de muerte que lo acorrala, lo asquea y también seduce; todo ello en la medida en que lo singularizan o señalan como individuo dolorosamente concreto, particular. Diríamos que lo acusan angustiosamente. Lo ponen en el punto de mira, especialmente su punto de mira, que es tortuoso y terrible. He ahí lo que, en palabras de uno de sus discípulos, Maurice Drury, podríamos denominar como el peligro de las palabras.

Es el caso, por ejemplo, del 4 de mayo de 1916, cuando solicita el puesto más peligroso en el frente de batalla. Un puesto de observación, de lo más arriesgado, desde luego. Aquél precisamente que lo convierte en blanco directo de los disparos del enemigo. Sobre todo, como ha sido su elección, en el turno de noche: al portar una luz, su figura se destaca ostensiblemente sobre el fondo oscuro del cielo y de las aguas. Da la sensación de que el joven soldado cree que sólo el apurar la singularidad –la identificación– hasta la muerte le permitiría que le fuese concedida la posibilidad de liberarse de su propia carga. “Quizá la proximidad de la muerte traiga luz a mi vida”, escribe en esos momentos. Como relata uno de sus biógrafos, Ray Monk, “al día siguiente, en el puesto de observación, esperó el bombardeo nocturno con gran ilusión. Se sentía ‘como un príncipe en un castillo encantado’”. (La indefensión de Wittgenstein a menudo se asemeja a la que podría sentir un niño –un niño que cobijase, como él mismo afirmaba, infinitos demonios en su interior–. Un hombre-niño también que, según notara Russell, podía aterrorizarse por la presencia de avispas o de chinches en su habitación. Tal vez por este carácter medroso e infantil Wittgenstein amase, como Benjamin, las fábulas y los cuentos de hadas. De hecho, cuando se preparó para la práctica de la enseñanza escolar llegó a comentar a su amigo Engelmann que así, al menos, podría leerles cuentos de hadas a los niños: “eso me complace y alivia mi tensión”).

Pero, en la cabaña –ese otro castillo encantado–, hablamos de alguien al fin redimido, apartado, en la visión, por la visión misma. Alguien milagrosamente librado antes que nada de sí. En la medida en que, como ya sugirió Merleau-Ponty, “la visión no es cierto modo del pensamiento o presencia a sí mismo: es el medio que me es dado para estar ausente de mí mismo” (El ojo y el espíritu). Y hablamos de milagro porque ese individuo des-personalizado, alguien que ha perdido felizmente el rostro, habrá de ser entonces capaz de atender y hasta fundirse con el proceso mismo de salvaje inmanencia en que la vida se hace y deshace continuamente, en su fondo y lejanía primordiales. En lo que es simple y plenamente, como en una universal y fiable visibilidad.

Y entonces, cuando las palabras ya no explican nada, o allí donde no pueden decir nada, los ojos adquieren una penetración singularísima. Quizás no se haya pensado suficientemente la importancia de la visualidad en las meditaciones de Wittgenstein. Por ejemplo, el 11 de junio de 1916, todavía en el frente de guerra, se plantea la siguiente cuestión: “¿Qué sé de Dios y del propósito de la vida?”, y él mismo se responde con una serie de tanteos, de los que seleccionamos algunos muy significativos: “Sé que este mundo existe. Que estoy emplazado en él al igual que mi ojo en su campo visual. Algo acerca de su problemática, que llamo su sentido. Que su sentido no reside en él sino fuera de él. (…) Sólo puedo volverme independiente del mundo –y en cierto sentido dominarlo– renunciando a cualquier influencia en los acontecimientos”. Toda esta preocupación por la visualidad se trasladará al Tractatus.

Paradójicamente, la experiencia de retiro radical de la cabaña promete el máximo de impersonalidad, de objetividad incluso: la de alguien que tan sólo mira, y que ha desaparecido tras la imagen (del mundo). Objetividad extrema de punto de vista, o incluso de visión: no-humano, puramente óptico, cristalino. Sería el triunfo del clasicismo, si entendemos por lenguaje clásico precisamente aquel enunciado que sólo habla por sí mismo, que no tiene un sujeto detrás que lo fundamente o lo comente o lo deforme. De hecho, como sabemos, la expresión clásica pretende dar cuenta de la realidad sin un sujeto que la vea para luego decirla. La voluntad clásica no quiere decir lo que alguien concreto ve, sino lo que es. Aquello que objetivamente es. Cuando decimos que el lenguaje es un instrumento del sujeto situamos por tanto al individuo siempre antes del lenguaje, y por ello convertimos el lenguaje en una herramienta dependiente del individuo, fundada por la instancia previa, anterior a todo punto, que llamamos sujeto. El enunciado clásico, por el contrario, parece no depender de sujeto alguno, aunque, naturalmente, exista un sujeto “técnico” que necesariamente lo ha desplegado o construido.

Pero aquí, como Wittgenstein deja entrever en sus reflexiones y acciones arquitectónicas, lo importante es el carácter de construcción, la dimensión técnica, metodológica, con que el producto está realizado. La construcción de la morada es la forma lógica del habitar, incluso de la vida: lo que les permite a las cosas al fin mostrarse. Mostrarse pura y apocalípticamente: tal como son. Como claramente son, en su esclarecimiento resolutivo. Claridad ética del proyecto arquitectónico. Su disciplina ascética y purgativa: “La solución al problema de la vida –dirá también Wittgenstein en el frente bélico– ha de verse en la desaparición del problema”. Ahora entendemos por qué puede ayudar la claridad lógica a alcanzar una vida feliz, o plena, o simplemente digna, saludable: porque el “pecado” –comenta todavía en el frente, en 1916– se corresponde con “una vida irracional, una falsa visión de la vida”. “Sabes –anota el 12 de agosto de ese año– lo que tienes que hacer para vivir felizmente. ¿Por qué no lo haces? Porque eres irracional. Una vida deshonesta es una vida irracional”.

En agosto de 1937 –otro año, junto con el anterior, en que el filósofo pasa una temporada larga en la cabaña– vuelve a la carga, en parecidos términos: “la manera de solucionar el problema que ves en la vida es vivir de un modo tal que haga desaparecer el problema”. Ahora el estado anímico de Wittgenstein es muy delicado: sufre depresiones, miedo incluso a la soledad de la cabaña, desesperación respecto a la fe, falta de ideas. La solución, no obstante, pasa de  nuevo por el punto preciso de perspectiva, para alcanzar a ver con claridad el problema: “Pero, ¿acaso no tenemos la sensación de que alguien que no ve ningún problema en la vida está ciego ante algo importante, incluso ante lo más importante de todo? ¿Acaso no digo yo a veces que un hombre así está simplemente viviendo sin objeto, a ciegas, como un topo, y que sólo con que pudiera ver, vería el problema?”.

Es ciertamente en la cabaña donde Wittgenstein puede enfrentarse abiertamente con los problemas de lógica y consigo mismo, dos aspectos que –como hemos visto– son siempre complementarios y hasta de imposible distinción. “Creo que venir aquí ha sido lo más adecuado, gracias a Dios –le escribe a Moore en octubre de 1936, desde Skjolden–. No puedo imaginarme que pudiera trabajar en otro sitio que no fuera éste. Es un decorado tranquilo, y quizá maravilloso; me refiero a su tranquila seriedad”. La traducción en el lenguaje de la lógica a sus problemas de honestidad existencial no se hace esperar, tal como allí mismo escribe en el Cuaderno marrón: “La claridad a que nosotros aspiramos es ciertamente una claridad completa. Pero esto sólo quiere decir que los problemas filosóficos deben desaparecer completamente. El descubrimiento real es el que me hace capaz de dejar de hacer filosofía cuando quiero. El que da paz a la filosofía, de manera que ya no esté atormentada por cuestiones que la ponen a ella misma en cuestión. En cambio, vamos a exponer ahora un método, por medio de ejemplos; y esa serie de ejemplos puede ser dividida. Se resuelven problemas (se apartan dificultades), no un único problema”.

Pero, al tiempo, en esa misma temporada de finales del 36, mientras se ocupaba de la redacción definitiva de la primera parte de las Investigaciones filosóficas, Wittgenstein comienza un durísimo proceso de autoconfesión, que implica en principio tratar de ser brutalmente honesto consigo mismo –llegar, según sus propias palabras, “hasta el fondo de sí mismo”– para, luego, proceder a confesar todos sus “pecados” en público –a un público formado por su círculo de amigos–. Es significativo el uso de símiles que –tanto en sus textos personales de esta época como en sus escritos lógicos– tienen relación con la arquitectura: “El edificio de tu orgullo debe ser desarmado. Y es un trabajo terriblemente duro”. O también, en una declaración que, de nuevo, nos hace pensar en la forma de construcción característica de Loos, la que él mismo siguió en la cimentación de la cabaña y en la ideación de la casa para su hermana: “Lo que estamos destruyendo no son sino castillos de naipes, con lo que dejamos libre la base del lenguaje sobre la que se asientan”. El ideal de rasurado formal de Loos también está presente en otros momentos, relacionado –como en el arquitecto– con cuestiones morales: “Mentirse a sí mismo acerca de sí mismo, engañarse acerca de cuáles son las verdaderas intenciones de la propia voluntad, es algo que ha de ejercer una influencia dañina en el [propio] estilo; pues el resultado será que no se podrá distinguir qué es verdadero en ese estilo y qué falso… Si finjo delante de mí mismo, entonces eso es lo que expresa el estilo. Y entonces el estilo no puede ser el mío propio. Si no se está dispuesto a saber lo que se es, entones lo que se escribe es un forma de engaño”. La obsesión por la honestidad y la pureza también se traduce en la preocupación por la propia sexualidad y, hecho significativo, por la limpieza de su morada. Así, cuando su amante Francis Skinner lo visita, a finales del 37, entre ambos adoptan un método particularmente riguroso para barrer el suelo de la cabaña: arrojar hojas húmedas de té con el objeto de que absorban la suciedad y, una vez secas, barrerlas. Es una extraña práctica que se hará frecuente.

La última visita a Skjolden se produce en las vacaciones de setiembre de 1950, ya Wittgenstein muy enfermo. Allí estudia, con su último amante, Ben Richards, los Fundamentos de aritmética de Frege. Tras unos días felices, han de volver a Inglaterra, aunque Wittgenstein tiene intención de retornar. Reserva un pasaje para el 30 de diciembre en un vapor que debía zarpar de Newcastle a Bergen, pero ya no se halla en condiciones de realizar el viaje: “Si todo va bien –escribió–, el 30 de diciembre volveré a zarpar hacia Skjolden. No creo que pueda quedarme en mi cabaña, pues el trabajo físico que tengo que hacer es demasiado pesado para mí, pero una vieja amiga me ha dicho que podría quedarme en su granja. Naturalmente no sé si volveré a ser capaz de crear alguna obra decente, pero al menos voy a concederme una verdadera oportunidad. Si no puedo trabajar allí, entonces no puedo trabajar en ninguna parte”.

En Skjolden, en definitiva, parece que Wittgenstein consiguió el punto preciso de perspectiva. La “tranquila seriedad” de su entorno le permitió seguramente ver con algo de precisión y claridad los problemas del lenguaje, también el problema que fue su vida. Es el milagro inefable de la visión, pues, lo que, en definitiva, aporta luz y confirma la sublimidad propia de que el mundo, talmente, sea. Confirmación que se da mucho antes y de modo más relevante y hasta crucial a cómo sea, esto es: se diga, este mundo. Hablamos de una constatación que, acaso, sólo el silencio y la soledad salvaje de Skjolden hicieron posible. No puede ser casual que fuese precisamente allí donde Wittgenstein reconoció haber vivido los instantes más felices de su vida.
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