“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

21/4/15

La ilegalidad del capital

“¿El Marx del siglo XXI?” es el título de un artículo del economista francés Frédéric Lordon, publicado en la edición de abril de Le Monde Diplomatique. Lordon desarrolla una crítica con aristas novedosas al ya afamado libro de Thomas Piketty. 

Paula Bach   |   Lordon le reconoce a Piketty, con cierta ironía, la virtud de haber escrito un libro frente a la manía moderna de los economistas de no superar las 15 páginas del papper para revista académica. Tampoco olvida reivindicar, como la mayoría de sus lectores y críticos, la impactante cantidad y calidad del trabajo estadístico presente en la obra. No obstante, Lordon dispara en primer término sobre la capacidad de Piketty de no proporcionar la más mínima teoría sobre el capitalismo ni el más mínimo proyecto de objetarlo en sus fundamentos, en un libro que lleva por título “el capital”. Según el autor, esa notable capacidad, explica que tanto Libération, como L’Obs, Le Monde, L’ Expansion, así como The New York Times, The Washington Post, entre otros, hayan coincidido en una crítica tan unánimemente favorable. Lordon anota correctamente que la acepción “patrimonial” del capital a la que echa mano Piketty –ya criticada reiteradas veces- entendida como “fortuna de los ricos”, tiene por objeto esquivar la relación salarial como lo específico del modo de producción capitalista. 

Señala con razón que probablemente los obreros de Continental, Fralib, Frolange, entre otras empresas francesas, sientan menos repugnancia por la ostentación insolente de los ricos de lo que se sienten devastados por la valorización financiera –para nuestro gusto, la “valorización productiva” los devasta de igual forma y grado…- del capital, por la tiranía de la productividad, la movilización agotadora al servicio de la rentabilidad, la amenaza permanente a las conquistas, la angustia de la precariedad o la violencia generalizada de las relaciones en la empresa. Agrega con razón que no hay el menor rastro de todo esto -sin lo cual no se puede definir el capital- en El capital de Piketty. Siendo ciertos todos estos aspectos señalados, notamos que la armonía entre la obra de Piketty y la recepción burguesa, tiene un trasfondo más dinámico y más crítico. Si por un lado El capital en el siglo XXI cumple con la tarea de negar la especificidad del capital, por el otro pone de manifiesto su tendencia intrínseca a la desigualdad. Y esto no es una letanía. Sucede en momentos en los que el crédito al consumo ya no puede contrarrestar la “miseria creciente” de la relación salarial de las últimas décadas. Cuestión que gran parte del mainstream (hasta el FMI) ve con preocupación tanto en cuanto límite a la necesidad de incrementar el consumo de masas -o la realización del valor producido- como en cuanto problema político. Sin ir más lejos, la decadencia de la clase media norteamericana –cuestión a la que Piketty otorga un lugar primordial- constituye un problema estratégico para la burguesía.

Deshistorizando

El autor critica que, en su pasión por el muy largo plazo, Piketty está por un lado condenado a la reconstrucción de artefactos estadísticos muchas veces sin sentido, como por ejemplo la medición de la tasa de retorno del capital y la tasa de crecimiento desde la Antigüedad hasta nuestros días. Dice bien que, como la mayoría de los economistas, proyecta categorías que en realidad son contingentes, como si fueran universales. Señala que así por medio de una paradoja irónica, el economista parece convertirse en historiador, cuando se muestra más ignorante de la historia y la historicidad de su objeto. Hace pasar los acontecimientos a escalas de algunas décadas por insignificantes fluctuaciones respecto de milenios cuando la década es precisamente la temporalidad pertinente de la acción política –hemos criticado este aspecto de Piketty con motivo de su intento de refutación de la tendencia a la caída de la tasa de ganancia-. Dice el autor que Piketty pretende que pueden aplicarse las mismas leyes universales a través de las diversas eras generando un extraño capitalismo de tiempos inmemoriales. Señala entonces que procurar de este modo que se puede encerrar la marcha del capitalismo bajo leyes invariantes y transhistóricas, sigue siendo un síntoma, tal vez el más típico de las formas economicistas del pensamiento. Sin embargo y aún cuando coincidimos plenamente con este aspecto, es aquí donde aparece la cuestión más crítica (valga la redundancia) de la crítica de Lordon. Porque señala entonces que los economistas siempre cedieron a la tentación de las leyes, leyes de la economía o del capitalismo. Pero nos preguntamos ¿leyes de la economía o del capitalismo? Porque a decir verdad, la manía de los economistas, consiste en encontrar leyes transhistóricas de la economía que precisamente tienen por fin negar las leyes específicas del capitalismo. En eso consiste la operación más burda de naturalización del capital. Sin embargo Lordon que critica a Piketty por querer aplicar leyes transhistóricas al capitalismo negándolo como “cosa” específica, niega a la vez que el capitalismo tenga leyes propias, con lo cual él mismo acaba negándolo en su especificidad. Veamos.

Ilegalizando

El autor hace una pirueta y criticando con razón la escasa alusión de Piketty a la lucha de clases y a las relaciones de fuerzas entre las clases, reafirma su propia concepción de ausencia de leyes del capital, lanzándose contra el rol de las guerras que resulta casualmente uno de los puntos más revulsivos de El capital en el siglo XXI. Lordon retrocede unas cuantas décadas y afirma que fue porque 1936 preparó el terreno, porque las élites liberales de las décadas de 1920 y 1930 fueron liquidadas, porque la patronal se cubrió de vergüenza en el colaboracionismo, porque el Partido Comunista francés alcanzó el 25% y porque la URSS tuvo a raya a los capitalistas, por lo que al fin de la segunda guerra mundial se observa un impresionante movimiento de sincronización institucional al término del cual la relación –de fuerzas- capital/trabajo se inclina a favor (relativo) del segundo término: control férreo de los capitales, desvalorización de la Bolsa, competencia internacional altamente regulada, política económica orientada hacia el crecimiento y el empleo, devaluaciones regulares. Todo esto, dice, es lo que lleva el crecimiento al 5% y conduce al capital (por la fuerza) a un poco más de decencia. Muchos elementos de los señalados son sin duda parte de la realidad pero pecan de estar considerados de forma extremadamente unilateral. Carecen de fragmentos fundamentales. Sigamos el razonamiento de Lordon que la emprende entonces contra Piketty, acusándolo de reemplazar la historia institucional y política por los efectos de la guerra, encargados de destruir el capital y de volver los medidores hacia cero, según el autor del El capital en el siglo XX. El verdadero problema es que Lordon, a decir verdad desestima –como le critica a Piketty- la existencia de leyes propias del capital. Leyes que inducen en última instancia el desarrollo de las guerras interimperialistas por el reparto de espacios para la acumulación y que en virtud de la destrucción vuelven hasta cierto punto los “medidores hacia cero”, tal como observa Piketty. Pero Lordon excluye a las guerras de la historia de la política del capital y pretende una historia pacífica y abstracta de las instituciones como si la guerra no fuera una de las principales de entre ellas, bajo el modo de producción capitalista. De la negación de la guerra y su efecto destructivo y restaurador de las condiciones de la acumulación del capital –de la negación de las leyes del capital, en última instancia-, se deriva la ilusión pacifista y embellecedora según la cual las condiciones de existencia del capital bajo el boom de la posguerra y su carácter “productivo” (crecimiento del 5%, desvalorización de la bolsa, etc., etc., etc.), serían resultado de los conflictos entre los grupos sociales –notablemente, excluyendo derrotas revolucionarias y guerras- que definen, según Lordon, las bifurcaciones del capitalismo. A decir verdad, el camino destructivo emprendido por el capital, fue la conclusión de la derrota de los procesos revolucionarios de un lado (léase Alemania en los años ’20, China, burocratización de la Unión Soviética, triunfo del fascismo, Francia y España en los ’30, entre otros) y la impotencia del reformismo (léase New Deal, Frente Popular, etc.), del otro. Otra cosa muy distinta es decir que tras las penurias indecibles de la guerra, el pánico a la revolución y las abominables traiciones del estalinismo, la relación de fuerzas entre las clases, obligó al capital a relegar una pequeña porción de una ganancia que se incrementaba extraordinariamente. Pero sólo luego de –como mínimo- dos guerras mundiales y la crisis del ’30, como en este caso, muy bien anota Piketty. Este “pacto” desigual llegó no obstante a su fin cuando las leyes del capital volvieron a imponer sus límites a fines de los años ’60 y principios de los ’70. Lo que Lordon denomina la “valorización” financiera del capital acabó en la crisis del 2008 en la cual aún nos encontramos inmersos. Y en estos momentos, economistas del maistream tan importantes como Larry Summers, Paul Krugman, Robert Gordon, entre otros, mentores de la tesis del estancamiento secular, insisten en dudar de las virtudes de la “política” a secas y comienzan a añorar las ventajas restauradoras de las guerras. Es extraño que al mismo tiempo, autores como Lordon que se posicionan desde la izquierda planteando que la crisis histórica actual vuelve a colocar en el orden del día intelectual la necesidad de librarnos del capitalismo, pongan tanto empeño –apostando a nuevos fracasos reformistas- en negar las leyes específicas del capital y su naturaleza, precondición necesaria para librarnos de él, materialmente.
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