“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

4/11/14

Los lápices de Máximo Gorki | Los guardaba porque le recordaban los lejanos días en que aprendió a leer

Máximo Gorki
Mikhail Nesterov

Higinio Polo
Malaya Nikitskaya es una calle tranquila, con fincas arboladas, hasta donde, en ocasiones, se acercaba Stalin en los primeros años treinta. La casa del número 6, justo en la esquina con Spiridónovka, se halla frente a una iglesia que muestra en su fachada un pórtico neoclásico, de columnas corintias y paredes amarillas. La finca tiene un arco de entrada y un muro bajo culminado por una reja modernista, que, como el resto de la casa, fue ideada por el maestro del modernismo ruso, Fiódor Shéjtel. Fue la mansión de un banquero, Stepan Riabushinski, y, tras la revolución bolchevique, instalaron aquí la editorial del Estado, Gosizdat, y se fundó la Unión de Escritores de la URSS.
 
Es el lugar donde Máximo Gorki vivió sus últimos cinco años de vida: se encuentra en el barrio de Tverskaya de Moscú. Aquí lo visitaban dirigentes revolucionarios, poetas, ráfagas perdidas de su dura juventud, y vinieron a verle Romain Rolland y Bernard Shaw, y escribió La vida de Klim Samguin, cuando ya su vida era como un vapor renqueante avanzando por el Volga. Cuando se instaló en ella, en 1931, era ya un hombre mayor: tenía 63 años, pero eso no le impidió convertir su casa en uno de los centros culturales más relevantes del Moscú revolucionario. Allí se guardan ahora sus libros, sus papeles, las carpetas que acumuló al final de su vida. Aquí recibió Gorki a Stalin, Voroshílov y Kaganovich, en 1932, cuando todavía nadie esperaba los lutos y el escalofrío de una nueva guerra.

Penetrar en esa casa es adentrarse en los destellos de una vida dedicada a la literatura y la revolución. En una salita de la planta baja, un cuadro donde Gorki nos mira desde detrás de sus antiparras; al lado, en otra habitación, se ve una máquina de escribir portátil, modelo Corona, que utilizaba P. P. Krychkov, secretario de Máximo Gorki. La fabricaba desde 1912 la casa Corona Typewriter Company, de Nueva York, y es el modelo plegable, con maletín para facilitar su transporte. Está encima del escritorio que utilizaba Krychkov, y, tras él, se ve una mesita con tres teléfonos: uno, negro; los otros dos, de gancho. Detrás, un enorme y feo sofá-librería. Una fotografía de Gorki, todavía joven, escribiendo a máquina, completa la mesa, parcialmente cubierta con una vitrina bajo la que se aprecian tarjetas y sobres, uno con matasellos de Freiburg, del 15 de septiembre de 1931, vayan a saber por qué. Junto a la pared, otro enorme sofá de alto respaldo, y dos librerías acristaladas, con libros, y la Revista de la URSS, CCCP. Además de Krychkov, también el hijo del escritor trabajaba en ese pequeño despacho.

La escalera que sube al piso superior sorprende con su fea baranda modernista de piedra, que, entonces, parecía hermosa, y que culmina en una lámpara de bronce con forma de medusa. Está construida con mármol verde de Estonia, y Fiódor Shéjtel quiso plasmar en ella una ola marina, como si fuera la vida. Muchos, la consideran una obra maestra, construida por el arquitecto, con motivos marineros, a principios del siglo XX. Por el resto de la casa, evocaciones marinas, conchas y caballitos de mar en puertas y paredes. Shéjtel construyó también la tumba de Chéjov, amigo tan apreciado por Gorki, en el monasterio de Novodévichi.

Arriba, el comedor tiene dispuesta una mesa para diez comensales, y cuenta, además, con un piano de cola, dos butacas de cuero junto a una mesita, y un gran sofá, sin olvidar un armario para la vajilla. La biblioteca se halla junto al comedor, también con un sofá y dos butacas, y tiene todas las paredes forradas de estanterías con libros, y una mesa redonda en el centro: sin embargo, las celosas cuidadoras de la casa impiden entrar en la biblioteca para husmear los libros.

Aquí y allá, pueden verse las esculturas orientales que tanto gustaban al escritor, y el abrigo de Gorki: negro, cruzado, con grandes solapas, que se expone junto con sus botas largas y dos bastones. Su habitación tiene una cama individual, una butaca y cinco sillas (¿para qué querría Gorki cinco sillas en su alcoba?), además de un armario de luna. En la mesita, una fotografía de su nieta mayor, Marfa, vástago de su hijo muerto en 1934. En la pared, una imagen de Il Sorito, pintada por Nikolai Benua, la villa donde Gorki vivía en Sorrento, y un armario japonés con pequeños recuerdos: un dragón, un florero, un reloj indio, el estuche para las cerillas. En el despacho donde Gorki trabajaba, una mesa con sus gafas, el tintero, el tampón del papel secante, una colección de lápices y carpetas. Esa pasión por acumular lápices debía recordarle los años en que aprendió a leer y escribir navegando en un vapor por el Volga, mientras trabajaba en las cocinas del barco, gracias al esfuerzo de un veterano de los fogones que trabajaba con él.

Máximo Gorki ✆ Nikolay Bogdanov-Belsky
Los lápices de Gorki están cuidadosamente alineados, junto a un abrecartas y unas tijeras, un documento, sus gafas, la pluma y el tintero. Delante de su mesa, una butaca para leer o para acomodar a las visitas. Un pequeño retrato de Stendhal, y un sofá. El despacho es similar a los que tuvo en Sorrento y en la villa Teseli, en Foros, Crimea. Era un hombre metódico, que trabajaba desde las nueve de la mañana hasta las dos de la tarde. En las otras dependencias, se ven colecciones de fotografías, recortes de periódicos, dibujos. En una imagen, Gorki habla a una muchedumbre, en 1929; en una segunda, de 1935, aparece con jóvenes vestidas de marineros, que le miran embobadas. En otra, posa ante la cámara junto a Stalin y Voroshílov, en 1931, y todavía lo vemos en su terraza, en la casa de Sorrento, en 1932, en la que sería su última visita a Italia. En otra escena de 1935, Gorki aparece en la tribuna del mausoleo de Lenin, en la plaza Roja, y saluda con el sombrero a los manifestantes, y, más allá, a dos metros, se halla Stalin, que también saluda con su casaca blanca y gorra de plato, o, como quiso Pablo Neruda, “con blusa blanca, con gorra gris de obrero”. 

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Alekséi Maksímovich Peshkov, Gorki, nació en Nizhni Nóvgorod, entre el Volga y el Oká, en 1868. Es la ciudad que vio nacer también a Sverdlov, Bulganin, y a Vladímir Shújov, el ingeniero de la torre Shábolovka, de Moscú, que, después del triunfo de octubre, transmitía al mundo la voz de la revolución bolchevique. Su infancia, pobre y miserable, transcurre entre la muerte de su padre, cuando Gorki apenas tenía cinco años y la de su madre, a los diez. A los nueve años, Gorki pudo ir, brevemente, a la escuela: es la Rusia de la guerra contra los turcos, y donde, ese mismo año, Tólstoi publica Ana Karenina. Gorki vivía entonces en casa de su abuelo paterno, quien le hizo ver que, con diez años, debía ya empezar a ganarse la vida, a recorrer el mundo y los oficios. “Sabes, Leksei, tú no eres ninguna medalla, y, en mi cuello, no tienes sitio, será mejor que salgas a ganarte la vida”, le dijo su abuelo. Así, aquel niño analfabeto se convertirá en zapatero, en pinche de sórdidas cocinas, en panadero, vendedor ambulante, marinero en el Volga, imaginero, ferroviario, vagabundo, salinero, oficinista. Vagabundeando por el sur del Imperio zarista, recorrerá Ucrania y las provincias occidentales, el Mar Negro, el Volga.

Con diecisiete años, Gorki va a Kazán, en el Tartaristán, donde habían estudiado Tólstoi y Lenin, y allí descubre el conocimiento, la cultura, el gusto por aprender, que le atrapará para siempre, cuando ya la pasión revolucionaria se ha apoderado también de su voluntad. Pero, entonces, nada era fácil: la vida miserable de los trabajadores de la Rusia zarista revienta sus manos y su corazón, y con diecinueve años, en 1887, intenta suicidarse, desanimado por las dificultades de la lucha revolucionaria. Las secuelas de ese acto afectarán a su salud durante el resto de su vida.

Su interés por la literatura le llega por el influjo de Vladímir Korolenko, a quien había conocido en Nizhni Nóvgorod. El escritor y revolucionario Korolenko estuvo desterrado en esa ciudad, en 1885, tras haber cumplido seis años de deportación, y el encuentro entre ambos abre un nuevo mundo para Gorki, que empieza a escribir y consigue publicar sus primeros relatos con poco más de veinte años. Sus primeras obras las escribe en la última década del siglo XIX, ya con más de treinta años, mientras se interesa también por las cuestiones políticas, la corrupción de los funcionarios imperiales, la explotación de los trabajadores, las duras condiciones de vida de la población rusa. En 1898, Gorki es detenido por la policía, por sus actividades revolucionarias, y empieza a ser un escritor de cierto renombre. En ese año, se funda el POSDR, con sólo nueve delegados en Minsk, y con los principales dirigentes revolucionarios, como Lenin y Mártov, desterrados en Siberia. En 1900, ya frecuenta a Chéjov, y a León Tolstoi: con el primero lo recordamos hoy en una fotografía donde Gorki parece un mujik abstraído, silencioso, junto al médico y escritor; en otra, permanece en pie junto a Tólstoi, en el jardín de la casa de la ulitsa Lva Tolstovo. Ese mismo año, Gorki conoce a Maria Feodorovna Andreieva, en Sebastopol. Es una famosa actriz, que milita en secreto en el POSDR. Comparten su vida, y Maria acompañará a Gorki a Estados Unidos, y a Capri. Esa apasionada mujer dejará unas memorias, publicadas en 1961, y se especula con que, tal vez, inspiró a Bulgakov el personaje de su Margarita. Todavía mantendría Gorki otra relación sentimental, además de la que tuvo con la madre de sus hijos, Katerina Peshkova: con Maria Budberg, una fascinante mujer.

La creación del POSDR ofrece un nuevo instrumento para la acción política, y Gorki se incorpora al partido. Sabe que su militancia política irá de la mano de la persecución por la policía zarista. En 1901, el escritor va al exilio en Crimea, forzado por la represión policial, y, al año siguiente, Korolenko renuncia a su condición de miembro de la Academia de Ciencias de San Petersburgo en protesta por la negativa del zar Nicolás II a que Gorki fuese nombrado miembro de la Academia. En 1906, el exilio le lleva a Alemania y a Estados Unidos. Cuando se dirige a Estados Unidos, intentan impedirle la entrada por “anarquista”. Consigue superar los obstáculos, pero no puede evitar que los periódicos de Hearts lancen una campaña contra él, con la excusa de que viaja con una mujer con quien no está casado. Pasa un verano norteamericano, en el macizo Adirondack, al norte de Nueva York. Su fama en Estados Unidos aumenta considerablemente las cifras que cobra por derechos de autor, y Gorki envía dinero a Lenin para publicar periódicos y colaborar con los círculos revolucionarios. Al año siguiente, se instala en Capri, donde vivirá hasta 1913, en esa finca donde lo vemos en una fotografía, de 1908, en la terraza de la casa, sonriente, observando a Lenin, que lo ha visitado y juega al ajedrez con el médico Aleksandr Bogdánov, todos con un aire de exiliados a quienes les falta Rusia. Allí vive Gorki gracias a sus derechos de autor, con modestia, ayudando al partido bolchevique, financiándolo, y atendiendo a cualquier ruso perseguido que visitase Capri. Allí le dirigen centenares de manuscritos autores de toda condición: obreros, soldados, incluso prostitutas, y Gorki lee con paciencia sus textos, tratando de ayudar a quienes sueñan con convertirse en escritores. Lo mismo hará después en Sorrento, tras la revolución bolchevique.

Su actividad literaria es intensa. Ya ha publicado La madre, Los bajos fondos, El canto del petrel, entre más de una decena de obras, y su universo se encuentra entre los pobres que soportaban ateridos las nieves rusas, los hambrientos que recorrían las tierras interminables de Rusia en busca de cualquier sustento. Los relatos recogidos en Los vagagundos son un espejo de los personajes que Gorki había conocido, rebeldes, buscavidas, menesterosos de todas las desgracias, como el Alexander Ivanovich Konovalov que, con cuarenta años, se ahorca de la llave de la estufa en la cuadra de la cárcel (personaje que, curiosamente, se llama igual que un viceprimer ministro de Kerenski y organizador de la rebelión de Kronstadt contra el gobierno bolchevique); o como el ladrón y borracho Grichka Tchelkache, que merodea por el puerto y muere en la playa, solo, bajo la lluvia. Ese mundo de desgraciados, pobres, vagabundos, había sido el suyo, y, durante toda su vida, Gorki recordará a esos personajes, que llenan sus libros. Se había convertido ya en un escritor famoso, y sus libros suscitan atención en Europa y Estados Unidos. Su agente en Europa es el equívoco Parvus, amigo de Trotski, compañero de Rosa Luxemburgo, Plejánov, Axelrod, polemista con Berstein. Sin embargo, Gorki rompe con él, a quien acusa de malgastar el dinero de sus derechos de autor. Parvus acabará viviendo, antes de morir en 1925, en un castillo en el lago Wannsee, que después pasará a manos de Goebbels.

La madre, escrita parcialmente en Estados Unidos, se convierte en una de las novelas más leídas del siglo XX, publicada por millones de ejemplares. Pelagueia Nilovna y Pável Vlásov, las figuras centrales de la novela, se convirtieron en personajes universales. Esa madre Pelagueia Nilovna, analfabeta, maltratada por su marido borracho, es una mujer silenciosa, vencida, hasta que su hijo trae nuevas ideas, atrapadas en las páginas de los libros que lee, ocultándolos. Después, llegan nociones del socialismo, de la libertad, de la justicia, hasta que Pável es encarcelado. Son los arrabales de Moscú, los suburbios míseros donde los obreros son explotados, se embrutecen en las tabernas, y golpean a sus mujeres y sus hijos, pero en el personaje de Pável anida la revolución. El libro es un arma extraordinaria para quienes quieren cambiar la vida y la historia, y las organizaciones obreras alemanas, francesas, norteamericanas, empiezan a publicar la novela, que tendrá millones de lectores en todo el mundo, como expresión de la voluntad proletaria de conquistar la dignidad y la revolución. En Rusia, la novela es censurada, perseguida, aunque se publica en parte, y contribuirá a mantener la esperanza y a organizar la resistencia al corrupto poder imperial. La madre es una obra sencilla, aunque en ella, a veces, los trabajadores utilizan un vocabulario que no corresponde a la realidad, un lenguaje más propio del escritor que de los obreros embrutecidos y analfabetos. Sirvió de inspiración para Brecht, cuya Madre Coraje bebe de Gorki, como él bebió de Gógol. Gorki, cuya pasión es Rusia, permanece atento al mundo: también se fijó en la lejana y pobre España, protestando contra la farsa judicial y el asesinato de Francesc Ferrer i Guàrdia. Escribe sin cesar, y combate el capitalismo, el colonialismo, cualquier forma de opresión, ataca con dureza el antisemitismo.

Finalmente, la soñada revolución triunfa, aunque Gorki crea que el momento no ha llegado aún. El triunfo bolchevique inaugura un período difícil, donde la revolución se juega su existencia, y Gorki polemiza con Lenin, con Trostki, se pelea con el gobierno bolchevique, creyendo que su política destruirá el partido. Los calificativos que utiliza para atacar a Lenin y a los bolcheviques son muy duros, sin concesiones: “Creyéndose los napoleones del socialismo, los leninistas aceleran y rematan la destrucción de Rusia”. En medio de una guerra civil, mientras veinte países capitalistas se aprestan a enviar tropas para aplastar la revolución, los viejos revolucionarios polemizan, discrepan, se pelean, sin perder de vista los acontecimientos que se suceden a velocidad vertiginosa. En julio de 1918, Zinóviev, dirigente en Petrogrado, pide a Lenin que cierre el periódico de Gorki, Vida nueva, a lo que el presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo accede. Moura Budberg anota: “Fue un duro golpe para Gorki”. El periódico de Gorki se había opuesto a la toma del poder por el partido bolchevique, al considerar que era demasiado prematuro. Gorki es un comunista de ideas propias.

No obstante, Gorki sigue trabajando: lanza un viejo proyecto de principios de siglo, que consistía en editar las mejores obras del pensamiento humano, si era necesario adaptadas a un lenguaje más sencillo. Él mismo se había puesto a reescribir el Fausto de Goethe, y quería dar a conocer a campesinos y obreros las obras de Homero, Hipócrates, Shakespeare, Newton, Pávlov, Jack London, Yáblochkov, Séchenov, Saltykov-Shedrín y muchos otros. En 1919 se publica en Moscú el catálogo de esas ediciones, pero la guerra civil, la falta de papel, tinta, imprentas, dificultan la publicación. La guerra con los polacos, la destrucción de la guerra civil, el hambre, los serios problemas del Sovnarkom para controlar el inmenso territorio del país, el atentado de Kaplán contra Lenin, todo conspira contra la revolución.

Gorki no está satisfecho, y muestra su oposición a las medidas de Lenin y de los bolcheviques. En octubre de 1921, Gorki sale de Petrogrado y viaja a Helsingfors, como llamaban a Helsinki, y, después, a Berlín. Estaba muy débil: llegó a un sanatorio de la Selva Negra alemana, San Blasien, casi sin vida. Su hijo adoptivo, Zinovi Alexéievich Péshkov (hermano menor de Sverdlov, el dirigente bolchevique) lo conforta, y, poco a poco, Gorki se recupera: incluso escribe a Lenin dando cuenta de la laboriosidad alemana. Después, en abril de 1925, se va a vivir a Sorrento, mientras avanza en la escritura de sus memorias: ya había publicado Mi infancia y Por el Mundo, y, en 1922, Mis universidades. Gorki, criticado por los suyos, los revolucionarios, es también atacado por los “blancos”, y por la prensa conservadora en Europa, que le acusan de vivir en el lujo más escandaloso, de poseer palacios y de despilfarrar millones, incluso de haber robado colecciones del Ermitage, o de haber sido un agente alemán: todo era mentira. La vida en Sorrento es tranquila, pero le falta Rusia, convertida ya en la Unión Soviética. También le controla el régimen de Mussolini, cuya policía infiltra un cocinero en la casa de Gorki, y llega a realizar un registro incautando documentos. Después, Gorki se instala en Posillipo, cerca de Nápoles, en la villa Galotti, donde empieza a escribir La vida de Klim Samguin, que Gorki consideraba su obra más importante. Podemos imaginar a Gorki y Walter Benjamin conversando en Italia, aunque nunca se encontraran, después de todo, fue junto a Sorrento, en Capri, que también acogió a Gorki, donde conoció Benjamin a Asja Lacis, la “letona bolchevique de Riga”, uno de los motivos que le llevarán a viajar a Moscú a finales de 1926, cuyas impresiones nos dejó en su Diario de Moscú.

En 1924, cuando muere Lenin, Gorki reflexiona sobre la grandeza del dirigente bolchevique, y llega a la conclusión de que, en las disputas entre ambos en los años de la revolución, Lenin llevaba razón. Pasa dificultades, hasta el punto de que, en 1925, decide vender su colección de jades. En 1929 vuelve definitivamente a la URSS, y se instala en Moscú, en esa casa de la ulitsa Malaya Nikitskaya, que le facilita el gobierno soviético. Al año siguiente muere su hijo Máximo, como había muerto también su pequeña hija Katiuchka, frutos de su relación con Katerina Peshkova. Después, en esos años, pese a su delicada salud, todavía viaja a Berlín, con intención de dirigirse a Amsterdam para el Congreso Internacional contra la guerra que debía celebrarse allí, en el verano de 1932, organizado por Rolland y Barbusse, pero el gobierno holandés niega la entrada a la delegación soviética. Vuelve, por última vez, a Sorrento, en octubre de 1932, y pasará allí unos meses. Finalmente, retorna a Rusia, de nuevo, en mayo de 1933, en el vapor Jean Jaurès, para hacer el trayecto entre Nápoles y Odessa. Es uno de los ciudadanos más célebres de la Unión Soviética, un escritor comunista, tan conocido como Lenin o Stalin.

En 1934, preside el I Congreso de escritores soviéticos, donde Andrei Zhdanov establece las tesis del “realismo socialista”, aunque la denominación fue obra de Gorki. En su discurso inaugural, Zhdanov califica a Gorki de “gran escritor proletario”, y recuerda los logros de la revolución (“la liquidación de las clases parásitas, la eliminación del desempleo, la erradicación de la miseria en las aldeas, la desaparición de los tugurios urbanos”), constatando que la “URSS se ha convertido en un país de avanzada cultura socialista”, mientras Isaak Bábel, en una festiva y relajada intervención habla de que “la vulgaridad es contrarrevolución”. Se inicia entonces el camino que dejará en la periferia del socialismo a escritores como Bulgakov, Alekxei Tólstoi, Pilniak, y otros, y que dificultará el quehacer incluso de Shostakóvich o Eisenstein, recurriendo a la imposición de los doctrinarios, aunque no por ello Zhdanov dejaba de anunciar que el realismo socialista debía contribuir a la lucha contra la propiedad y al triunfo del socialismo. En 1935, Gorki se halla ya muy enfermo, y aunque tenía previsto viajar a París para un nuevo congreso permanece en la villa Teseli, en Crimea, hasta que en junio va a Moscú para recibir a Rolland. Vuelve a Crimea, hasta que el 26 de mayo de 1936 lo trasladan a Moscú, gravemente enfermo. Muere el 18 de junio, en el hospital del Kremlin, tras dos semanas de agonía. Después, André Gide llegó a Moscú para pronunciar un discurso fúnebre, junto a Stalin, y Gorki fue enterrado en la muralla de la plaza Roja, junto a Kirov, John Reed, Sverdlorv, Dzerzhinski, y, donde, después, enterrarían a Nadezhda Krúpskaia, Stalin, Voroshílov, Kalinin, Clara Zetkin o Gagarin. Al día siguiente de su muerte, L’Humanité escribía: “Millones de trabajadores lloran a Gorki”. Así era.

Los personajes de sus obras eran los mismos hombres y mujeres que Gorki había conocido a lo largo de sus días como obrero en los oficios más diversos: trabajadores de las fábricas, mendigos, vagabundos, pobres de todas las desgracias. Eran la misma Rusia menesterosa que la revolución bolchevique levantó del fango y la desesperación, aunque llegasen también después tiempos difíciles, duros y terribles, como en los años de la guerra de Hitler. Recorriendo la belleza de Rusia, “las riberas del Volga, doradas por el otoño y bordadas de seda”, el escritor-obrero, como denominaron a Gorki, dejó libros que fueron leídos por millones de soviéticos y de otros países del mundo. En 1938, el director soviético Mark Semionovich Donskoi empezó a rodar su trilogía basada en los tres volúmenes de sus memorias. Gorki, que en ruso significa amargo, desgraciado, no ahorró críticas a la revolución, a Lenin y Trotski, polemizó con los bolcheviques, recibió ataques de Kámenev y Zinóviev, en los difíciles días de la revolución y del comunismo de guerra, pero estuvo siempre con los suyos, junto a la gente común, la “gente de vida oscura”, como se denominaba a sí misma y a su familia la madre Pelagueia Nilovna.

Aunque vivió durante quince años fuera de Rusia, y vio otros mundos distintos al eslavo, el universo de Gorki era profundamente ruso: era el reflejo de la melancolía de los seres humanos derrotados que había conocido en su infancia y su juventud, de los campos rusos, los ríos interminables, las nieves eternas, la pobreza y miseria a la que el capitalismo había reducido la condición humana, pero también las fábricas oscuras en donde soñaban con la revolución, de los obreros sucios que surgían “al anochecer, cuando la fábrica vomitaba gente, como si fuera escoria”, que después se pondrían en marcha en multitudes deslumbrantes. Pocos escritores han conocido una fama semejante a la de Gorki, en todo el mundo. Su celebridad era abrumadora, pero no dejó de ser nunca un hombre sencillo, honesto, accesible para todos, próximo, modesto. Los lápices de Gorki conservados en su mesa son los del esfuerzo por el conocimiento, por la ilustración y la libertad. Igual que creyó ver en la sonrisa triste de Chéjov el “sutil escepticismo” de quien conocía “el precio de las palabras, el precio de los sueños”, fue el hombre que sonreía viendo a Lenin jugar al ajedrez en Capri, el niño que navegaba en las sentinas de un vapor del Volga, el que guardaba los lápices que le recordaban los lejanos días en que aprendió a leer. 
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